Debió de ser ahí, precisamente: en ese instante concreto en el que su corazón decidió fundirse por cuenta propia, hacer chof y dejar de palpitar, cuando discernió que La Muerte no solicita acreditaciones al presentarse. Y que, frente a ella, de poco valen las jerarquías ni los cargos.
Estoy seguro de que no le dio tiempo para coger un poco de aire, así, uuuf…, como quien toma impulso desde el fondo de las olas, y concentrarse en esa enojosa tarea que es respirar cuando constatas que algo va mal porque estás en el suelo, rota, desinflada. Fuera del cielo y de todos sus espejos… Sobre las lustrosos baldosines de un hotel, muerta. Debió de ser ahí, concretamente; justo antes de pensar que lo daría todo, o casi todo, por un cigarrillo.
“Muere Rita Blackberá. La exalcaldesa fallece en Madrid de un infarto a los 68 años”. Era, una vez más, a partir de ese fatídico momento, lo que desde siempre fue: un titular de portada expresamente transcrito para sorprender, con el paso cambiado, a todo el mundo.
Cuando la conocí, ella ya era lo que desde siempre fue, es decir, la eterna alcaldesa de España, y yo un plumilla deslenguado al que tuvo dos horas esperando para una entrevista destinada a un suplemento dominical. Recuerdo que apareció, embutida en un traje chaqueta de color azul eléctrico, y que despidió a su jefe de prensa con un sonoro bocinazo y, tras ordenarme pulsar el rec, empezó a responder mis preguntas con la exorbitante confianza que otorga ser la dueña de todos los despachos.
La cosa iba bien: típico toma y daca relajado, en plan partida de pimpón, con alguien que sabe que tiene bien cogidas todas las sartenes por el mango. Para lo que no estaba preparado, desde luego, fue para contemplar, alucinado, el bufido que le soltó a mi fotógrafo cuando advirtió que la estaba retratando con un humeante pitillo ubicado en un rincón de la boca.
Nunca supe si aquel fue un momento oportuno para reír o para llorar. Decidimos entonces, tras un fugaz cruce de miradas, apagar la grabadora, recoger las cámaras y abandonar aquel ayuntamiento con apariencia de paquebote. Salimos medio abochornados tras aquel broncazo consistorial. Como chiquillos pillados en falta y amonestados por su profesora a mitad del recreo. Por mi parte, sigo hoy por hoy sin saber si lo que toca es reír o llorar. Esperaré a que llegue el puñetero Black Friday. Veré entonces lo que se puede hacer.