Los españoles no perdonamos cuando nos levantamos torcidos. Somos cainitas, brutales y envidiosos. Fernando Trueba es la penúltima prueba de nuestro lado oscuro, de nuestra capacidad para odiar, especialmente a los que tenemos más cerca, y más especialmente todavía a aquellos de nuestros conciudadanos que en determinados momentos de su vida han demostrado nadar a contracorriente, tener un comportamiento genial en muchas ocasiones, personal y provocador siempre; triunfadores sin aspiraciones, figuras totalmente alejadas del pensamiento único y mediocre que en demasiadas ocasiones nos rodea y nos trocea. No son pocos los que se alegran estos días del fracaso taquillero de su última película, La reina de España, y lo relacionan directamente con la frase del director madrileño en la que se congratulaba de no haberse sentido español ni tan siquiera durante cinco minutos en toda su vida.
¡Valiente gilipollas!, exclamé cuando escuché el alegato de Trueba. Pero luego pensé y sigo pensando que el gilipollas e intolerante posiblemente era yo y que él tenía todo el derecho a no sentirse español. ¡Quién soy yo o quién eres tú para decirle a él o nadie de dónde tiene que sentirse! Es más, ignoraba que para ir a ver una película, leer un libro, sentarse en un teatro o escuchar una canción deberíamos tener clara la nacionalidad y el sentimiento del director, escritor, actor o cantante en cuestión. Y ya puestos a ser exquisitos, por qué no exigimos con la entrada, el libro o el disco su religión o su orientación sexual, o a qué partido vota, o de qué equipo de fútbol es, o si recicla o no su basura, o si piensa que las corridas de toros son asesinatos encubiertos. No hay por qué darle tanta importancia a esto ni tampoco al hecho de que nos sintamos o no españoles.
Trueba pudo estar acertado o desacertado con la frasecita, pero el verdadero ejercicio de la libertad implica que aceptemos sin trabas la opinión de los demás siempre y cuando no atente ni ponga en riesgo nuestra propia libertad o la del resto de ciudadanos. Y éste no es el caso. Luis Tosar declaraba este martes en EL ESPAÑOL que en nombre de la patria se habían cometido muchas atrocidades a lo largo de nuestra historia; estoy completamente de acuerdo y añado que por España también se han perpetrado un sinfín de barbaridades.
Estoy harto de ver a delincuentes legales que disfrazados de españoles saquean a espuertas a los ciudadanos, mienten en su nombre, corrompen sus creencias, manipulan en rojo y gualda y hasta matan, dicen que por nuestra seguridad, amparándose en la razón de Estado. Estoy harto de toda la hipocresía que rodea en no pocas ocasiones lo español. No es imprescindible tener que sentirse de alguna parte para ser como hay que ser. Hemos teatralizado en exceso el hecho de ser español y hemos utilizado su parafernalia como arma arrojadiza contra quienes pasan de fronteras o etiquetas.
Defiendo al que elige libremente sentirse español por los cuatro costados con la misma intensidad que a aquellos a los que la música militar nunca les supo levantar. Y cuando voy al cine, al teatro, leo un libro o escucho una sinfonía no me preocupa ni lo uno ni lo otro.