No hace mucho tiempo que mi televisor funciona como el culo. Fue a consecuencia de una mudanza con muchas cajas y mucho lío de cables. El piso acabó ordenado, alguna rotura sin importancia y todo en su sitio imitando la vieja casa. Un calco, vamos. Pero cuando me senté por primera vez en mi nuevo sofá y le di al ON para ver la tele, no funcionaba.
Me levanté a comprobar los infernales cables que andan por detrás del plasma como anguilas en celo; quité, puse, apreté y supuse que todo estaría ya en orden. De vuelta al sofá volví a poner la tele en marcha. Tampoco. No soy un as de la tecnología pero tampoco gilipollas. La escena de un presentador frente a su televisor en negro era totalmente enternecedora. Recordé a mi abuela cuando se iba la señal de su aparato, se levantaba y le daba golpes arriba, donde estaban las fotos de toda la familia. La pantalla volvía en sí. A veces, giraba un botón de detrás y la imagen se centraba poco a poco después de unas rayas dignas de poltergeist. Yo, en cambio, pasé la tarde arrodillado intentando poner en marcha mi plasma. Me dio pena no poder dar golpes como ella: con las teles de ahora ganamos espacio pero hemos perdido un lugar donde poner fotos, flores y libros.
Al rato, lexatin de por medio, logré resintonizar todos los canales con el mando. Se me durmió la pierna y seguí en el suelo como si hubiera acabado la procesión. Relajado.
Pero Dios no me guió por el camino de lo tecnológico y digital, confieso que soy analógico en cuestiones varias. Dicho de otra manera: un torpe para la cosa técnica. El televisor anda desde entonces como una verbena de canales. Fui incapaz de ordenarlos. De modo que, en recuerdo a mi abuela Irene que tenía un cartón con los números de teléfono de la familia apuntados, yo tengo una tarjeta sobre la mesa de café con mi guía: La 1 está en el 39, la Dos en el 40, el 24horas en el 41, Antena 3 en el 45, la Sexta en el 47 y Telecinco en el 21. Todos los demás, andan entre el 400 y el 500, voy subiendo y bajando y paro como si fuera un crupier de la televisión.
Mi abuela estará riéndose de todo esto. Y yo, que he logrado contagiar con mi destreza a toda la familia, ando igual cuando estoy con mis padres. Clara, mi madre, tiene otro cartón con los números de la tele y nos reímos porque hacemos real el refrán de que “en casa del herrero…”.
En fin, que a lo mejor en la próxima mudanza vuelven a ordenarse de una manera más lógica. Pero así, tal y como los tengo, resulta hasta divertido. El único problema es cuando pierdo el cartoncito entre las revistas y me toca volver a recorrerme todo el dial para apuntarlo todo otra vez. Me ponen a los mandos de la Entreprise y recorro el universo en dos tardes.