"Para que esto cambie, hay que prenderle fuego a todo, desde Pinar del Río a Baracoa y, encima, tener suerte", me dijo hace un tiempo una ex alta oficial del régimen, tan comunista en sus primeros días como el más barbudo de los barbudos, y tan desencantada con lo que trajo la Revolución como –lo admitan o no-, la mayoría de los cubanos.
Fidel parecía inmortal, sobre todo se lo parecía a los más de dos millones y medio de huidos de la isla, pero no lo era. Con su desaparición tras 57 años de revolución, ha llegado el momento de convertir el país en aquello que algunos de sus mártires –como Chanes de Armas, como Eusebio Peñalver- pretendieron: una lugar en el que se pueda vivir.
Sin duda, las democracias occidentales tienen sus inconvenientes. Pero ninguno de éstos oscurece el hecho de que no exista un sistema político que genere mayor libertad o prosperidad para el conjunto de la ciudadanía. Y, desde luego, una dictadura comunista como la cubana no resulta un régimen más deseable. Excepto, tal vez, para los propios dictadores y su entorno.
Este es un momento crucial para Cuba: la incertidumbre a la que se asoma resulta tan comprometida como desconcertante. Después de casi seis décadas de gobierno despótico y opresivo, brota con timidez la esperanza de un cambio de régimen.
En este tiempo tan decisivo la comunidad internacional y la oposición al régimen dentro y fuera de la isla deberían proceder con habilidad y contundencia extremas para provocar la caída de un presidente, Raúl, que se halla en el poder a pesar de tener las manos manchadas de sangre inocente, y a pesar de, por supuesto, no haber ganado nunca unas elecciones limpias.
Está ahí porque formó parte del Movimiento 26 de julio. Porque navegó en el Granma. Porque asaltó el cuartel Moncada. Porque los rebeldes, y él era uno de los más destacados, como el Che, Cienfuegos o Almeida, echaron a Batista.
Pero ahora hay que echarlo a él. Por supuesto, habrá resistencias. Por un lado, por parte del propio Castro, que disfruta del poder absoluto, oficialmente, desde 2008. Su sosiego está garantizado mientras continúe ostentando la presidencia del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros. Pero no es descabellado sostener que al primer secretario del Partido Comunista se le puede venir encima una súbita contrarrevolución si, en algún momento, no puede apoyarse en esos cargos.
Próximamente Raúl velará por el continuismo. En teoría, tal y como ha manifestado al menos en dos ocasiones, el 24 de febrero de 2018 se retirará. Sin embargo, puede que surja algún asunto mayor que se lo impida. Quizá su percepción de que los "logros" de la Revolución corren peligro. En ese caso, ¿quién mejor para preservarlos que su único hijo varón, Alejandro?
Coronel del Ministerio del Interior, máster en Relaciones Internacionales y asesor prioritario de su padre, el sobrino de Fidel encabezaría la lista de políticos cubanos dispuestos a mantener el castrismo sin los hermanos Castro en el poder. Al fin y al cabo, él es uno de ellos.
Habrá resistencia también por parte de los miles de cubanos que viven no tanto sometidos al régimen –que también-, sino del propio régimen. Casi 60 años con unos mismos gobernantes, sin libertad ni alternativa, sin críticas ni reproches públicos, con un único y perverso adoctrinamiento, provocan numerosas alteraciones en la configuración de una sociedad.
No es la menor de ellas el ventajismo de muchos cubanos, que o bien por convencimiento o bien por conveniencia o necesidad, han preferido resolver su día a día, sus vidas, uniendo sus intereses a los del Gobierno.
Mientras la nueva Caravana de la Libertad -qué nombre tan paradójico- viaja a Santiago con las cenizas de Fidel y muchos cubanos la saludan a su paso, los primeros instantes de un futuro incierto invitan a pensar en que Raúl tal vez no pueda sostener durante mucho tiempo la continuidad del régimen que ayudó a crear. Ni, tampoco, a sí mismo.