«Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres, al sufrir que un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no te tienen amor». Así rezaba el texto del pasquín que según las crónicas se colgó a la puerta de las iglesias al inicio de la rebelión de las Comunidades castellanas en el siglo XVI, y que muchos conocemos gracias a la versión musical que del poema de Luis López Álvarez hizo el Nuevo Mester de Juglaría.
Abandonada durante siglos, tras la traición del rey flamenco a la que tuvo la osadía de responder y el cruel aplastamiento de su revuelta; postergada una y otra vez en beneficio de otros reinos de las Españas más dóciles con aquel ambicioso emperador; cargada para mayor inri con todas las culpas de las opresiones reales o imaginarias padecidas por otros; y troceada tras la Constitución de 1978 de una forma absurda, con el resultado si no con el propósito de reducir su peso, he aquí que Castilla, desde su viejo corazón, la actual comunidad autónoma de Castilla y León, se desquita hoy de tanto ninguneo y tanto desprecio dando en el informe PISA de la OCDE resultados comparables a los de los países líderes, como Finlandia, e inalcanzables para comunidades con más recursos y muchas más ínfulas.
Con motivo lo ha celebrado su consejero de Educación, al que le ardía esta semana el teléfono, y que con modestia dejaba en evidencia el triunfalismo ministerial, que da por buena la medianía del conjunto del sistema y no parece hallar motivos para lamentar que haya comunidades donde ni la medianía se alcanza, o la desigualdad que esas disparidades muestran entre la educación de los españoles por razón de dónde viven.
A los que tenemos la sana costumbre de recorrer las aulas de este cada vez más disgregado y variopinto país al que unos llamamos España y otros reducen a la entelequia inhabitable e inerte de «Estado español», no nos sorprenden en absoluto los resultados castellanoleoneses, que tienen que ver con una serie de factores objetivos y digámoslo así, técnicos, aducidos por el consejero, como la formación de los profesores o la baja ratio de alumnos por profesor en sus muchas escuelas rurales (y también en sus centros de secundaria); pero también con los valores culturales que en Castilla, la desdeñada, nunca han dejado de cultivarse, y que a quienes tenemos sangre castellana nos legaron con convicción nuestros antepasados: como la importancia de aprender y el respeto que merecen las personas instruidas, algo que en otros lugares se ha perdido casi por completo. No es de hoy: en el siglo XIX los castellanos demandaban más enseñanza que los de otras regiones, donde los colegios tenían plazas vacías. Y esa tradición, con los años, no se ha perdido.
He estado en institutos de pequeños pueblos de Soria, de Valladolid o Salamanca, donde alumnos formados y motivados por profesores que sabían cómo ganarse su respeto alcanzaban resultados notoriamente superiores a los de zonas más ricas y cosmopolitas. Para mejorar el pobre nivel de nuestra educación no hace falta irse a Finlandia. Basta con mirar a Castilla.