Estos escombros son el fortín de nuestra indiferencia. Este montón de tierra y cascotes con espectro huyendo hacia nuevos derrumbes es una prueba de nuestra salud mental. Queda una estructura al fondo, el esqueleto a duras penas sostenido de un edificio. Ese edificio representa la moral de Occidente.
En los felices 90 vimos demoliciones parecidas en Chechenia, en Kosovo y Srebrenica, en Ruanda. ¡Oh, los niños soldado de Sierra Leona! Luego llegaron Irak y Afganistán. Ahora estamos en Siria, en la liberada Alepo.
Todas aquellas lecciones de moral y geografía para dummies de hace tres décadas nos vinieron muy bien -con los años- para escribir frases redondas en editoriales apresurados. Por ejemplo, “Europa se desangra en los Balcanes”. Por ejemplo, “Yugoslavia genera más historia de la que es capaz de digerir”.
El concepto “genocidio”, las diferencias entre tutsis y hutus y las comparaciones aritméticas sobre la efectividad de las degollinas africanas y las fábricas de muerte de la Shoah hicieron las sobremesas durante un crucero por Dubrovnik, ya entrado el siglo XXI. En aquella hermosa ciudad amurallada se escanciaba un vino blanco malísimo y los camareros te miraban mal y callaban si les preguntabas por los horrores de la guerra. Preciosa la Costa Dálmata, aunque un poco fría el agua.
Ahora, digo, estamos en la liberada Alepo. En cinco años de guerra ha habido casi medio millón de muertos, cinco millones de desplazados. En las redes hay un sinfín de vídeos menudos, muy parecidos, en los que víctimas civiles imploran ayuda. En uno de estos vídeos un hombre nos dice que no confiemos más en la ONU, que no confiemos más en la Comunidad Internacional. Pienso en la ingenuidad de este hombre atrapado en Alepo, este hombre que quizá haya muerto. También pienso en lo bonito que será visitar Siria cuando la paz perpetua de Bashar Al Asad esté asentada.