¿Que qué pinto yo aquí, tan alegre e hipócritamente ufano, plantado desde las ocho en una butaca del Teatro Real mientras me dejo estresar por el barullo de esta patulea sudorosa, sonriente e inaguantable? Pues está bastante claro: perpetro mi venganza.
No parece lógico, pensaréis muchos, que todo un catedrático de derecho constitucional de la Pompeu Fabra, experto del Parlamento europeo para el asesoramiento a la Comisión de Derechos Fundamentales, Justicia e Interior, vaya ataviado con un bombín rojinegro y una chaqueta confeccionada con décimos de lotería nunca premiados, pero es que yo, como Jorge Ilegal, el mítico cantante avilesino, también creo que nada hay en esta vida que no pueda solucionarse a hostias.
Tal vez sea el único que ignora lo que todo el mundo sabe. Pero la cuestión es que, tras 37 años comprando cada 21 de diciembre el consabido decimito, he llegado a la conclusión de que los niños de San Ildefonso se confabulan, desdeñosamente, contra mí. Lo hacen con la malsana intención de volverme loco. De enajenar, definitivamente, mi voluntad.
Aquí va un ejemplo: el 79140, el primer premio de sorteo extraordinario de la Lotería de Navidad del pasado año. O sea, los 640 millones de euros que fueron repartidos por una administración de lotería de la localidad almeriense de Roquetas de Mar. Un Gordo de lo más repartido que fue cantado, al alimón, por dos niñatas de San Ildefonso.
Lorena y Nicol. Una morena y otra rubia; con sus gafitas negras ambas. Grabadas a fuego permanecen en mi memoria sus gestos de satisfacción, sus sonrisas postizas. ¿Queréis saber cuál era mi décimo? El 90147. Siempre igual. Mismos números, en diferente orden, año tras año, Navidad tras Navidad, Gordo tras Gordo, permanentemente sumido en una inmutable mala fortuna.
Este sorteo navideño es un desenlace, un final en sí.
O más bien un umbral infranqueable. Después, no habrá nada.
Tal vez sea una falsa interpretación por mi parte, una elucubración paranoica. Pero mi odio es algo real y no va con segundas, ni entraña sobreentendidos. Con todo, poco a poco, ante la repetitiva cantinela de los números premiados, se impone la idea aterradora de que estamos asistiendo, sin saberlo, al último sorteo de la lotería de Navidad, nuestro último sorteo.
Un Gordo más allá del cual no habrá nada, más allá del cual nada se podrá remediar.
Si vuelven a jugármela, me convertiré en el Herodes contumaz de esos sanildefonsinos mequetrefes.
Seré feroz.
Y no pienso hacer prisioneros.