Cada año, cuando se acercaba diciembre, mi abuelo compraba lotería de Navidad para regalar a sus cinco hijos en el acuartelamiento militar al que pertenecía. Comandante retirado, el jugar el mismo número que sus compañeros era para él una de tantas felices tradiciones de las fiestas. En 1974 se pasó a recoger sus seis décimos, y un recluta atribulado le dijo que se había olvidado de guardárselos.
Toda mi familia llevaba años jugando aquel número, y para reparar un poco el asunto, un amigo regaló a mi abuelo un décimo “para que tú no te quedes sin jugar”. Aquel año el gordo tocó en el número que desde hace años llevaban mi padre y mis tíos y que en aquella ocasión se había ido volando a otras manos.
El 26 de diciembre de 1974, tal día como hoy hace cuarenta y dos años, mi abuelo nos invitó a todos a cenar en su casa y regaló a cada hijo un pellizco de aquella pequeña fortuna que sólo a él le había tocado. A pesar de que yo era muy pequeña, recuerdo aquella noche maravillosa y divertida en la que todos los Rivera se rieron de aquel raro equilibrio del destino.
Cenamos marisco, y creo que también carne asada. Había pasteles para el postre, y una caja grande de bombones. Y botellas de sidra, y aquel cava al que llamábamos champán. Nadie lamentó que el despiste de un desconocido hubiese evitado que todos fuésemos ricos de remate, pero sí recordamos, por supuesto, al buen amigo de mi abuelo que se había empeñado en regalarle el décimo que había resultado premiado. Sentíamos que, a pesar de todo, la lotería nos había hecho un guiño y aplaudíamos la buena mano de los niños de san Ildefonso sin pensar en que habíamos estado muy cerca de multiplicar por seis nuestro motivo para la alegría.
Aquella Navidad en que la suerte dio el esquinazo a casi toda la familia, brindamos por todos los otros motivos que teníamos para estar contentos. Jamás volvimos a hablar de aquellos décimos perdidos, cuya historia quedó para recordar en las veladas familiares como una leyenda que, con el tiempo, se diluirá hasta que los nietos y los bisnietos no sepan si fue o no cierta, y a lo mejor termine olvidándose. Y hoy, cuando se cumplen cuarenta y dos años de aquella cena de cigalas y centollo, brazo de gitano y figuras de chocolate, vuelvo la vista atrás para recordar mi infancia como una larga sucesión de acontecimientos extraordinarios que me permitieron ser todo lo feliz que puede ser un niño.