Asegura a The New York Times Pedro Juan Gutiérrez, el gran escritor cubano, que la modernización de Cuba es irreversible. Lo que no dice -no podría, ni él ni probablemente nadie-, es cuándo llegará, ni cómo. Ni si los cubanos deberán soportar más años de penurias y miseria hasta alcanzar las libertades de las que disfruta la mayoría de los ciudadanos de los países de su entorno.
Murió Fidel, que parecía inmortal, y nada ha cambiado. El exilio sigue exiliado. El establishment sigue firme, instituido y sin aparente inestabilidad. Esos dos mundos continúan por un lado tan sólidos como siempre y, por otro, tan enfrentados, tanto como lo han estado desde 1959; desafortunadamente, la esperanza también sigue, intacta, donde siempre ha estado estas últimas décadas en el universo caribeño: deambulando el territorio de lo utópico, merodeando la isla, ajena, sin atreverse siquiera a asomarse a ella por el Cabo de San Antonio, ni por la Punta de Maisí.
Mientras en la parte exterior del malecón el mar continúa golpeando las rocas, y en la interna las casas siguen desarmándose, y a veces sucumbiendo, mientras todo en el país sigue igual, tan igual que habría que preguntarse cómo es posible si ya murió el dictador, al menos el mayor de ellos, cada vez parece más claro que no hay mucho a lo que los demócratas puedan aspirar.
Desapareció el carismático Cienfuegos y nunca lo encontraron; ejecutaron al Ché en Bolivia y esos balazos lo elevaron a la categoría de eterno icono mundial; murió Fidel, más de medio siglo después de bajar de Sierra Maestra, enfermo pero aún aferrado al poder; ahora languidece -aunque menos de lo que se esperaba- el régimen aún sostenido por su hermano mientras los cubanos asisten, sin inmutarse, a un futuro al que se someten sin apenas disputarle los detalles aunque el país continúe cayéndose a pedazos.
Dado el inmovilismo oficial y la parsimonia de los ciudadanos, expuesta también la irrelevancia de las protestas de los anticastristas, ya no queda más remedio que esperar con paciencia y renuncias a la siguiente fecha susceptible de provocar cambios: el 24 de febrero de 2018. Ese día Raúl Castro abandonará, así lo ha confirmado, la presidencia del Gobierno.
Aunque, como es lógico en un estratega de su tenacidad, probablemente su retiro no resultará tan real, permitiéndose -por el bien de la Revolución, claro-, tutelar los nuevos tiempos desde los otros cargos que lo sustentan en el poder, como el de primer secretario del Partido Comunista Cubano.
Miguel Díaz-Canel, primer vicepresidente, se intuye como su sustituto. Pero, por supuesto, para preservar los logros de la familia que lleva casi 60 años dirigiendo el país hay otra opción aún más inquietante que esa: Alejandro Castro. El único hijo varón de Raúl, que es coronel del Ministerio del Interior y jefe del Consejo de Defensa y de Seguridad Nacional, perpetuaría el apellido de los dictadores una generación más. Su participación en la Guerra de Angola, sus estudios en Relaciones Internacionales, y sobre todo su tarea como máximo asistente personal de su padre, lo han colocado como una de las opciones más claras para asumir la presidencia de Cuba en poco más de un año. Si Raúl sucedió a su hermano sin el menor rubor en 2008, ¿por qué no iba a dejarle el poder a su hijo diez años después?
En cualquier caso, Cuba no va a tener fácil salir de su colosal letargo. Ni los ciudadanos pelean por ello con el ansia suficiente -¿qué será eso que los mantiene aquiescentes?- ni el Partido parece dispuesto a entregar más que dosis de aperturismo en gotas.
El papel de los escritores, y el de otros intelectuales, en relación a las políticas de sus gobiernos, siempre ha sido un elemento a analizar: ¿deberían verter sus críticas exclusivamente en su obra, como hace el Premio Nobel chino Mo Yan, por ejemplo, o deberían utilizar el megáfono imaginario del que gozan por la naturaleza de su profesión para criticar lo que no les gusta, como hacen, por ejemplo, otros dos ganadores del mayor galardón de las letras, como Vargas Llosa o Pamuk, y favorecer así cambios imprescindibles?
Pedro Juan Gutiérrez, autor de la brillante Trilogía sucia de La Habana, que sigue prohibida en Cuba, se acerca más a los segundos. Y es optimista: cree que es imparable la llegada de la modernización a la isla. Pero quién sabe, igual se equivoca.