No hay nada que te arrase tanto las entrañas como la pérdida de un hijo. No hay nada que te mate más aunque sigas viviendo que la desaparición incomprensible de la carne de tu carne. Por eso me pongo en la piel de María Peligros y tiemblo y me descompongo ante el dolor devastador que debe sentir cada mañana al levantarse y comprobar que todavía sigue respirando, que todavía malvive en este mundo. “Es un sufrimiento indescriptible”, le dijo a mi compañero Andros Lozano la madre de Lucía, la niña de tan solo 13 años que se quitó la vida el pasado martes 10 de enero en su casa de Murcia. “Me siento sola… Si queréis verme, tendréis que visitar mi tumba”, había dejado escrito.
Lucía decidió rendirse por culpa de unos compañeros de clase que se habían convertido en un martillo pilón, en una máquina de picar carne –“das asco”, “gorda”, “fea”, le decían– y que de manera irreversible le hicieron insoportable la existencia; compañeros, repito, que la arrastraron a despreciarse a sí misma y que socavaron su identidad y, finalmente, las ganas de seguir entre nosotros. Y estos compañeros tienen nombre y apellidos, madres y padres, abuelos y abuelas, puede incluso que hermanos y hermanas que probablemente ignoran la clase de monstruos que tienen en la habitación de al lado. O quizá no.
María Peligros encontró entre los cuadernos de su hija, días después de haberle reservado el maldito destino la terrible prueba de ser la que descubriera su cuerpo sin vida, una especie de testamento que corta la respiración, que horada las tripas del más duro: “Mi vida es como una montaña rusa… Sólo me hablaban para insultarme… Empecé a odiarme a mí misma… “, escribió Lucía el pasado 29 de diciembre.
Durante el resto de su vida a María Peligros le quedará encima la pesada cruz de plantearse preguntas que no tienen respuesta humana posible, preguntas que jamás dejarán de taladrar su cerebro de forma brutal e inexorable… Si pudo ayudar más a su pequeña, si tuvo que darse cuenta mucho antes de lo que estaba sufriendo, si se tenía que haber quedado con ella la trágica tarde en la que se marchó definitivamente. Y da igual que el mundo entero le repita una y mil veces que no, que no es su culpa, que ella nunca la echó de su lado, que nunca le retiró la mano. No hay consuelo para este aguijonazo en el corazón y es más que probable que nunca encuentre la paz ni sosiegue su espíritu la certeza de que la mataron otros.
Y me pregunto ahora qué pensarán las madres de esos otros, esos otros que llevaron a Lucía hasta el borde del precipicio. Porque ellos también tienen madre. Madres de hijos acosadores que no sabemos si se pondrán de perfil ante la brutal realidad de que sus hijos, carne de su carne, empujaron a esa niña de 13 años a la que antes habían colocado a un paso del abismo. ¿Qué pensarán esas madres? Se preguntarán también por qué no estuvieron más encima de ellos, si no miraron para otro lado ante la evidencia de lo que podían ser capaces de perpetrar, si no quisieron realmente ser conscientes del daño que podían infligir a otras personas, si no estuvieron todo lo vigilantes que deberían haber estado ante las señales alarmantes que desde el colegio les enviaban. Se preguntarán, finalmente, si no han sido incluso cómplices por acción u omisión de ese ángel exterminador que habitaba en el fondo de sus criaturas.
María Peligros vivirá el resto de sus días partida en dos, completamente reseca, sin tan siquiera lágrimas que derramar, pero me pregunto cómo vivirán las madres de esos canallas que condujeron al patíbulo a Lucía simplemente porque creían que tenían derecho a hacerlo.