El relativismo execrable, que ampara la justificación de la violencia más despiadada, amenaza con convertir la paliza a una joven en Murcia en un episodio nimio y moralmente intrascendente, cuando no en un acto de "justicia proletaria".
Las imágenes sin aditivos de la golpiza que recibió Lucía G.C. -20 años- la madrugada del domingo en la puerta del pub La Boca del Lobo sobrecogen y repugnan porque se ve perfectamente cómo una jauría de energúmenos se ensaña con una muchacha ovillada en el suelo, a la que han derribado a patadas, ante la mirada impasible de un hombrón, un camarero, que, al decir del propietario del local, "sirve cervezas, no ideología".
Y la indagación de lo sucedido, alentada por la ausencia de los comunicados habituales en casos de violencia -y sobre todo cuando la víctima de la violencia es una mujer- aboca a un paredón de matices y contextualizaciones a la medida del odio de cada cual.
A la espera de que el Monedero de turno concluya en televisión que esto de Murcia ha sido una "pelea de borrachos" -como dijo cuando Alsasua-, el recorrido de las conversaciones sobre el caso en las redes sociales alumbra iniquidades intransitables. Se convierte a la víctima en verdugo, se hace pasar el ataque de los cafres por una simple refriega entre neonazis y extremistas de izquierda, y se apuntan casuísticas e hipótesis tendentes a comprender o justificar que seis hombres -un talludito de ¡39 años!- y alguna que otra mujer ataquen sin piedad a una joven indefensa.
La chica asegura que la atacaron por llevar una pulsera con la bandera de España, la Policía cree que víctima y agresores se conocían porque son miembros de bandas rivales, y hay quien sugiere que antes del ataque hubo un encontronazo y que la muchacha apaleada había participado en "cacerías similares".
No se trata aquí de atornillar un pacifismo irrefutable, ni de perorar sobre fines y medios, o de aventar debates escolásticos sobre la violencia. Tampoco de emplazar pronunciamientos o denunciar silencios cómplices, dicho lo cual, no se comprende que IU en su versión Ahora Cehegín no pida perdón por haber incluido a uno de estos valientes en sus listas: Alejandro Espín Sogo, alias Topi.
Lo que realmente llama la atención y espanta, porque nos conecta con lo peor de la historia de España, es comprobar cómo en este país de abuelos matariles y desaparecidos en las cunetas la violencia se sigue comprendiendo, o amparando, o tolerando, o silenciando cuando se practica bajo el paraguas de una ideología mal entendida, predemocrática. ¿Pero cómo demonios le va a ir bien a un país en el que, tantas décadas después, la puñada traicionera o la patada en la boca se consideran expresiones más o menos radicales de la política?