Me ha llamado la atención el título del artículo de Pablo Muñoz en EL ESPAÑOL sobre la novela Años felices’ de Gonzalo Torné: Un catalán exiliado para derribar la Transición. La novela promete ser buena (por el momento solo la he hojeado: sí he apreciado la calidad de la prosa) y el artículo es bueno. Pero me rechina esta obsesión con la Transición, que ya es mía también (¡de rebote!).
Produce un cierto vértigo, y una melancolía notable, haber sido testigo de una época histórica: y ver cómo los más jóvenes la recrean, con acusada fantasía –y fantasmagoría. De mi melancolía forma parte, naturalmente, la deducción sobre mis propias fantasías y fantasmagorías hacia el pasado que no viví. Si la memoria de uno mismo es inestable, la de lo que no vivió (¡la “memoria histórica”!) sí que debe de ser ya una novela...
Muñoz salvaguarda la ambigüedad y la riqueza de Años felices. Pero no puede evitar emitir su cuñita generacional en contra de la Transición, que no sé aún en qué medida está en la obra. Quizá sea un abuso alegórico por parte del reseñista equiparar “el país de las hadas” de la novela (ese Nueva York de los sesenta, “inconcreto y graciosísimo”) con “la España de las burbujas chispeantes de la Transición”. No lo sé.
Sí sé que de “país de las hadas” aquella España tuvo poco. Hace unos días hemos recordado el asesinato, por parte de la extrema derecha, de los abogados laboralistas de Atocha. Hubo otros asesinatos de la extrema derecha. Y más de la extrema izquierda. Se ha resaltado poco cómo el acuerdo constitucional, pacífico, tuvo en sus bordes esas salpicaduras de sangre, como una escenificación tétrica de lo que intentaba superar: el baño de la Guerra Civil. Contra la proyección waltdisneyesca de la Transición que se hace ahora, el apaño constitucional fue un logro eminentemente pesimista; en realidad, mira por dónde, gramsciano: pesimista de la inteligencia, optimista de la voluntad.
Para darles prestigio a las obras (iba a escribir productos) culturales, se ha puesto de moda resaltar su carácter político. Suele ser mal síntoma. Porque, en efecto, todo es político: pero justo por ello no es necesario enfatizarlo; al menos no sistemática, neuróticamente. Ese énfasis abarata. Cuando se dice de una obra artística que es política, por lo general se está incurriendo en una simplificación: ideológica, abstractizante. Y se está socavando la función verdaderamente política, civilizadora, de toda obra: la de dar cuenta de la complejidad del mundo; incluso de la complejidad del mundo político, del poder.
“Las cosas no son tan sencillas”, debería ser la conclusión de toda novela posible e imposible. (Y, en la medida de sus limitaciones, de toda columna).