Cuando era pequeño me sabía los nombres y parentescos de todos lo vecinos de mi edificio. Cuando salía a la calle acompañado de mi madre me llevaba un coscorrón si no decía “buenos días, Paquita”. Y yo, claro, lo decía. Y así con Isabel, con María, con Elena y con todos los habitantes de aquella comunidad azul y roja de Protección Oficial.
A la hora de la salida del colegio la entrada del bloque era un hervidero de madres y padres -bueno, padres eran menos- esperando a la chiquillada que arrastraba las mochilas. Por la tarde, igual. Junto a los telefonillos grises nos repartían los bocadillos de mortadela, chocolate untado o empanadillas de atún. Y así, entre unas cosas y otras, celebrábamos cumpleaños, se repartían copias de las llaves “por si acaso pasaba algo”, veíamos la telefunken nueva que se había comprado el más pudiente, compartíamos gusto por los azulejos estrellados o, de vez en cuando, las influyentes hacían reuniones de tupperware en algún salón comedor al que subíamos sillas de otros pisos porque faltaba tresillo pero sobraba actitud.
Los edificios eran entes vivos. Seres con estructura multicelular en la que todo estaba comunicado, desde los problemas a las bodas, desde los buzones a los préstamos.
Hoy, -escribo esto en febrero de 2017-, me ha saludado un vecino de mi edificio. Vivo en Madrid. “¿A qué planta vas? ¿Y usted? ¿Qué tal? Leo tus novelas. Ah, muchas gracias. Me bajo aquí. Espero que le guste el próximo libro. Seguro.” Ha sido así, más o menos.
Cuando se ha cerrado la puerta del ascensor me ha venido a la cabeza el coscorrón de mi madre y un alud de melancolía porque aquel vecindario en el que comentábamos desde el golpe de Tejero hasta el premio del Un, Dos, Tres… responda otra vez ya es imposible. Nadie tiene copia de mi llave. No me sé los nombres. Nos saludamos británicamente. Y la vida en el ascensor es casi siempre aséptica. Nos separamos como si fuera una prueba de la Nasa. Los “holas” están cortados con bisturí y los saludos parecen militares.
En fin, que tampoco es que me haya entrado nostalgia por volver a aquellos años en los que llamaba a la puerta Avón, el del Círculo de Lectores y los Testigos de Jehová. Quiero decir que un poquito de término medio entre AYER y HOY nos vendría bien.
Estoy seguro de que –tú que me lees- sabes pocos nombres de tus vecinos, saludas por compromiso y vives como si fuera de paso. La vida se ha ido enfriando. Tal vez por todo eso, porque soy un tipo de costumbres rurales en una ciudad, sigo yendo a la misma farmacia, compro el diario en el mismo kiosco, las cosas de droguería en el mismo sitio, flores a la misma mujer y desayuno en la panadería de la glorieta. No me sé los nombres, el mío se lo saben por otro motivo, pero al reconocernos en las caras construimos una vida mejor. La sonrisa, el gesto torcido con la lluvia, el bufido con la contaminación o la queja con la suciedad de las papeleras. Son gestos. Pequeños. Necesarios. Pero nos miramos como si fuéramos de algún modo “familia”.