Ivanka Trump, infanta neoyorquina y primera dama del mundo libre, citó esta semana en Facebook e Instagram a los guardianes de las democracias burladas de Occidente con una simpática foto que desató tempestades en el estuario confuso de internet.
Sentada en el sillón presidencial, entre Donald Trump y Justin Trudeau, la mujer más poderosa de América apostilló un retrato de cámara con una frase que hubiera merecido un peldaño en la escalera de la lucha feminista de no apellidarse ella misma Trump: “Buen debate con dos líderes mundiales sobre la importancia de que las mujeres tengan un asiento en la mesa”.
Las trompetas del decoro, afinadas en la indigestión de la derrota, denunciaron una apropiación indebida de la democracia y de la historia de EE.UU., subrayaron los avatares del escritorio 'Resolute' sobre el que Ivanka apoyó sus brazos de princesa del Middwest, sacralizaron el despacho que un día conoció Mónica Lewinsky y convirtieron la instantánea en prueba del nepotismo ‘trumpiano’, una causa segura de ‘impeachment’.
Cuatro meses después de las presidenciales estadounidenses, la estupefacción del mundo tras el triunfo de la América nihilista ha vuelto en las redes gangrenada de rencor. Porque el loco del pelo amarillo se parece cada día más a Calígula. Porque el guapo Trudeau ha dejado de lado su repertorio de la bondad en aras del pragmatismo y la razón del Estado de Canadá. Y porque la hija de Trump ha hecho suyas las 412 habitaciones de la residencia presidencial, como antes hicieron Jackie, Nancy o Michelle.
Una mujer hace de puente entre dos estilos antagónicos, entre dos formas opuestas de entender la diplomacia y el poder, y la correción del mundo grita no. Se apellida Trump.