“Ayer se fue, mañana no ha llegado”, decía Quevedo al referirse a la fugacidad de nuestra existencia. Los libros son un simulacro de recuerdo, como lo son las fotos, un intento de dejar escrito todo lo que quieres que alguien lea o vea. Por eso escribo. Para eso he escrito mi próxima novela.
Acabada como está, siento el vértigo del padre que le da una copia de las llaves a su hijo para que “no tarde en regresar”, consciente de que al darle esa copia, también le da la libertad para siempre. Para el padre empieza el olvido y el consuelo de lo que ya no será: un niño. Si el libro es algo así, si el libro que he escrito es algo similar, siento lo mismo. Pero al mismo tiempo, también, un alivio y un descanso de saber que ha crecido bien, que tiene edad para llevarse las llaves y que deja de pertenecerte.
Visto en perspectiva, como el tiempo de trabajo en una novela es relativo -¿cuánto te ha costado?, preguntan. Yo qué sé, respondo. ¿Sirven los desvelos? ¿Sirve el rato que me quedé ausente entre mi grupo de amigos pensando en cómo acabar el capítulo? O, ¿sólo sirve el tiempo y las horas frente al ordenador?-, creo que ya no es mía. Ha dejado de existir en la cabeza, he sufrido sus dolores, su amor y también sus caprichos.
Si las palabras transmiten en parte nuestras ideas, todos esos recuerdos y pensamientos, zozobras (esto va por mi prima Bea) y sueños, si las palabras de la próxima novela tienen algo de mi memoria espero la complicidad del lector. Casi la suplico.
En ese e-mail oscuro en el que anda ahora todo el texto a la espera de correcciones, erratas y paginación de la editora, también va todo este tiempo. No he sufrido tanto con una novela. Jamás.
Todo autor que ha practicado la escritura sobre sí mismo (o escrito disimuladamente sobre su entorno) ha tenido la tentación de borrar el documento llegado al punto final. No es fácil contar las heridas, ni las amarguras, ni las rupturas… El libro nunca te contesta. Pero los lectores, sí. Hice caso a alguno de ellos, en alguna firma, y esta vez los personajes existen de verdad, como dicen los niños.
Ahora miro la máquina de escribir en la que he querido escribir algunas de las páginas de la novela y está silenciosa. ¡Cuánto ruido hace cada tecla, la madre que la parió! No vuelvo a ella jamás. Ni tampoco a la infancia. Si los padres, cuando se van los hijos, acomodan el cuarto vacío a otros menesteres, yo voy a devolverla a la estantería como recuerdo de lo que no visitaré nunca. Quise volver a sentir el dolor de aquellos años en los que aprendí a teclear, cuando iba –obligado por mi padre- a clases de mecanografía en la calle Molino de Buñol. Quise volver a sentir en parte ese dolor en las manos que ya no existe con el teclado suave, manso y leve del Macbook. Cada golpe, cada letra, cada cambio de rodillo de tinta ha sido necesario para recordar, para escribir. Y aquella sala oscura, de folios amontonados y ruido de fábrica con niños idénticos, ha sido el escenario mental durante muchas tardes. Volver no es fácil. Volver atrás, digo.
Qué fugaz todo. Qué pronto ha pasado. Qué daño en los dedos. Habría querido escribir otra novela, pero ha sido esa.