Dice Jordi Évole en El Periódico de Cataluña que el remedio contra la corrupción es educar a los jóvenes en su contra. Lo dice en el mismo artículo en el que también escribe que “hace mogollón de tiempo que mandan PP y PSOE, dos partidos con casos de corrupción para parar un tren”. Hay un motivo por el que yo no me dedico a la TV y es la suposición de que se trata de un medio serio en el que no permiten la entrada de advenedizos. En la prensa escrita somos más tolerantes, como demuestra el caso de Évole y el de otros famosos televisivos con sección fija en algunos medios de este país.
Es, en cualquier caso, una tolerancia selectiva que sólo funciona con los refugiados televisivos, a los que les solemos perdonar el simplismo y la pobreza argumental. Es un racismo inverso que les presupone a las estrellas de la televisión un cerebro con menor densidad neuronal que el del resto de los periodistas, al igual que a los refugiados de determinadas religiones se les toleran determinados rasgos folclóricos, los relativos al estatus y a la consideración de las mujeres por ejemplo, que a un nativo le llevarían directamente a la cárcel. Ya les adelanto que yo escribo algo como “hace mogollón de tiempo que mandan PP y PSOE, dos partidos con casos de corrupción para parar un tren” y mi jefe de sección, Vicente Ferrer, me devuelve el artículo con la frase “me he reído mucho con tu caricatura del facebook de un adolescente: ahora envíame el artículo real, por favor”.
Lo interesante en cualquier caso es la idea de que la corrupción es una enfermedad del individuo que se cura con educación y valores. Es una idea perfectamente religiosa, es decir falsa, pero justifica por sí sola la rocambolesca certeza de que existen partidos intrínsecamente corruptos (el PP y el PSOE), partidos intrínsecamente honrados (Podemos), partidos intrínsecamente corruptos en potencia (Ciudadanos) y partidos corruptos hasta las trancas pero ¡oh, mira, un ornitorrinco fumando! (los partidos nacionalistas coyunturalmente aliados con Podemos). Es la idea, en definitiva, de que la corrupción es genética y que la genética, como la belleza, va por barrios ideológicos.
Obviamente, la corrupción no es una enfermedad del individuo ni de sus ideologías sino de los incentivos que emergen espontáneamente de nuestra estructura administrativa de la misma manera que la causa de la epidemia de cólera del Londres de 1854 no fue la escasa higiene de los enfermos sino un pozo de aguas contaminadas próximo a una alcantarilla de Broad Street. En cuanto las autoridades retiraron la manivela que permitía bombear agua del pozo a la fuente que utilizaban la mayoría de los vecinos, las muertes por cólera disminuyeron de forma radical. En España esa manivela se llama elefantiasis administrativa y bombea un gasto público que en 2017 alcanzará el 41,6% del PIB. Es decir más de medio billón de euros.
Esa cifra, la del 41,6%, es inferior a la media de la Unión Europea (46,7%), muy inferior a la de países como Francia (56%) o Bélgica (53%) y muy superior a la de países perfectamente funcionales y no especialmente corruptos como Irlanda (27,6%). Es decir que (vamos a concederle eso al populismo) un alto nivel de gasto público no implica necesariamente un alto nivel de corrupción. Tampoco lo contrario. Pero aquí no estamos hablando de la cantidad de agua bombeada por la manivela sino de la discrecionalidad de aquellos que tienen acceso a ella.
Visto lo visto, quizá el remedio para la corrupción en España no esté tanto en obligar a los ciudadanos a ducharse cada día a golpe de cursillos de buen comportamiento sino en limitar su libre acceso a la manivela. Como dice aquí Biel Figueras, el director de la revista Endavant, “cambia la Ley del Suelo y la Ley [de Bases del Régimen] Local y la mitad de la corrupción desaparece”. Empecemos por eso y sigamos después con todo lo demás.