Somos víctimas inevitables de los siete males. Ignoro si la expresión procede de las siete plagas de Egipto, los siete pecados capitales, las siete trompetas del Apocalipsis o de otras maldades bíblicas que siempre se agrupan de siete en siete. Pero si hemos leído, visto u oído estos últimos días cualquier web, papel, televisión o radio nos daremos cuenta de que aquí, en casa, tenemos nuestras plagas particulares, nuestra versión española de males incurables y obscenos.
Nos duele y nos indigna una Casa Real poco ejemplarizante; una clase política, con el Gobierno a la cabeza, que no duda en incumplir mucho de lo que promete y que es más noticia por los juzgados que por el parlamento; unos empresarios, afortunadamente no todos pero no pocos, que pretenden sobrevivir corrompiendo, con el 3 por ciento o con lo que sea, todo lo que saben que es fácilmente corrompible; unos jueces que en demasiadas ocasiones no imparten justicia; unos fiscales que, vistos los últimos atropellos, llevan camino de convertirse no en defensores de la sociedad a la que prometieron amparar sino en abogados de partido por cuenta del Estado de una cierta forma de mal entender la política y a los políticos; unos policías, con galones la mayoría de ellos, que se desenvuelven mucho más cerca del fango y la podredumbre en base a no se sabe muy bien qué razón de Estado; nos duele también, y mucho, la existencia de unos medios de comunicación que mayoritariamente no solo no han estado vigilantes y alertas ante determinados comportamientos deleznables sino que a veces han sido cómplices activos y beneficiarios de tamañas andanzas.
Mal ejemplo el que se desprende de Iñaki Urdangarin, exduque de Palma, que ha sido condenado por prevaricación, fraude, tráfico de influencias y delitos contra la Hacienda pública. Porque no hay que olvidar que cuando el yerno de un rey y cuñado de otro saqueaba el erario público era miembro de la Casa Real, operaba bajo su manto, con su tarjeta de visita, hasta con su segura bendición y quién sabe si, después de todo, siguiendo la estela de lo que a lo largo de los años había visto hacer impunemente a los más mayores del lugar.
¿Conocen algún país de nuestro entorno en el que haya un solo día sin políticos involucrados directa o indirectamente en actos presuntamente delictivos? ¿Sabe que ninguna de nuestras 17 comunidades autónomas está limpia de políticos de todo signo, pelaje y condición condenados por corrupción? ¿Está enterado de que el Partido Popular y Ciudadanos firmaron un acuerdo que incluía seis medidas regeneradoras de nuestra maltrecha higiene democrática y que seis meses después todavía no se ha puesto en marcha ninguna? ¿Y que el PP ya ha reconocido que por el momento no se van a activar y que se firmaron tan solo para sacar adelante la investidura de Mariano Rajoy?
Aliado incondicional del político corruptible es el empresario corruptor. Dinero para todos. Paga el contribuyente. No habría políticos sobrecogedores si no hubiera empresarios espléndidos. O lo que es igual: si éstos no repartieran a espuertas buscando concesiones millonarias, aquellos no llenarían el zurrón y deberían llegar a final de mes con su sueldo, como el resto de los españoles.
Desde que el exalcalde de Jerez Pedro Pacheco dijera aquello de que “la Justicia es un cachondeo”, la Justicia, sin duda, es un cachondeo. Y lo seguirá siendo porque aquí el cachondeo no es igual para todos. Porque junto a decisiones ejemplares, sobresalientes y ajustadas a Derecho dictadas por profesionales ejemplares, sobresalientes y amantes del Derecho, florecen otras en las que la politización, la conveniencia, los repugnantes favores, la utilización torticera de las leyes y la falta de escrúpulos reduce a cero la credibilidad de uno de los pilares básicos de todo Estado.
Y lo mismo puede decirse de la Fiscalía. Parece como si una mañana, en un arrebato, Mariano Rajoy, y en su nombre el ministro Rafael Catalá, hubieran decidido que se acabaron de una vez por todas los problemas judiciales para su partido. La fiscalía es nuestra, parecen haber gritado. Los últimos cambios en la Carrera, -que está sobresaltada ante lo que se avecina-, la salida por la puerta de atrás de la anterior fiscal general por no querer plegarse a los nombramientos que quería imponerle su ministro, y la llegada de algunos nuevos, nos deja un tufo insano. No por lo que pueda ser sino por lo que parece que va a ser. Hay que guardar las formas, es importante, y saber que además de ser justos tienen que parecerlo. Y algunos han dejado evidencias de que no lo parecen.
Unos pocos pero poderosos placas se han convertido en las estrellas mediáticas de las últimas semanas. Han avisado, cuando los han querido largar, que seguían habitando entre nosotros. Que lo saben todo y de casi todos. Es uno de los males endémicos que ha sobrevivido desde la caída del franquismo. Siempre han estado ahí. Policías del régimen, del régimen que sea. Después de la dictadura los han utilizado a su antojo el PSOE, el PP, otra vez el PSOE y otra vez el PP. Saben todos los pecados cometidos. Eran imprescindibles para buscar en la basura y mirar debajo de la cama; para el juego sucio, el chantaje barato y los resultados a corto plazo. Para la línea recta: primero se ejecuta y luego se aplica el envoltorio. Ahora los han desconectado pero ya lo hicieron antes y volvieron.
Y finalmente los medios de comunicación, al menos de una parte de ellos, de los que tan solo repetiré lo que ya he escrito más arriba: no solo no han estado vigilantes y alerta ante determinados comportamientos deleznables si no que a veces han sido cómplices activos y beneficiarios de tamañas andanzas.
¡Y aquí en España, amodorrados unas veces, acobardados otras y acomodaticios siempre, nos echamos las manos a la cabeza por la metedura de pata de Warren Beatty en la entrega de los Oscar!