Les cuento una historia absurda.
Me aficioné a la liga de baloncesto estadounidense, la NBA, allá por 2008. En aquel entonces vivía en Saint Louis y preparaba los exámenes de final de carrera; así que me acostumbré a pasar las noches estudiando con algún partido de fondo.
Una de aquellas noches vi a los Atlanta Hawks, un equipo ligeramente mediocre, jugando contra otro equipo, éste netamente mediocre. En el último cuarto, los Hawks ganaban por tantos puntos que se permitieron quitar de la cancha a sus titulares y meter a los suplentes. Estos eran tan desconocidos para el público que el presentador dijo: “Y ahora entra incluso… ¿Othello Hunter? ¿Pero quién es este tipo?”.
Othello Hunter. Aquel nombre se me quedó dando vueltas en la cabeza durante años. No recordaba su cara ni nada que hubiese hecho en sus minutos en la cancha; solo se me quedó el nombre.
Cambié de ciudad y de país, incluso perdí el interés por el baloncesto, pero dio igual: cada cuatro o cinco meses, y siempre en momentos imprevisibles, se me venía a la cabeza Othello Hunter. En parte me sorprendía que alguien con un nombre tan sonoro y efectista, amén de tan superdotado físicamente como para jugar al baloncesto profesional en EE.UU., no fuese más que un humilde calientabanquillos en un equipo de mitad de la tabla. Pero lo que me interesaba de verdad era la incapacidad de explicar por qué me acordaba tanto de su nombre. Quizá por eso no traté jamás de averiguar qué había sido de él.
Nueve años después -es decir, hace unas semanas- me senté delante de la tele con la bandeja de la cena y con cierta prisa por seguir preparando las clases del día siguiente. La guía de la programación me informó que estaba jugando el Real Madrid de baloncesto, y pensé que podía ser una buena y breve distracción.
Nada más poner el partido, un jugador entró en cancha para el Madrid. Un tal Othello Hunter.
La historia termina ahí, tan intrascendente como excepcional. Porque, ¿qué probabilidades existían de que recordara durante nueve años el nombre de un jugador que había oído una sola vez, y que no tenía absolutamente ninguna conexión conmigo? ¿Qué posibilidades había de que aquel tipo que en 2008 jugaba para los Atlanta Hawks acabase en 2017 -y, según me informa la Wikipedia, tras pasar por nueve equipos y cinco países distintos- jugando para un equipo de mi ciudad? ¿Quién habría dado un duro por que pusiese el partido en el mismo momento en que Othello Hunter entraba en cancha? O, ya puestos, ¿cómo de probable era que a un humilde pívot de origen liberiano le saliese una suerte de eterno fan español tras unos minutos de juego sin importancia?
Sospecho que nuestras vidas están sembradas de estos pequeños grandes azares, y que precisamente por su intrascendencia nunca solemos comunicarlos a los demás -mucho menos dedicarles una columna-. También me parece el tipo de azar que, al manifestarse, refuerza una leve sensación de finalidad cósmica, algún tipo de orientación vagamente divina -panteísta, cuanto menos- a nuestro paso por esta tierra. Algo tan raro, pensamos, debe tener una razón de ser. Es una sensación inconfesable, de tan tópica, y de ahí que nos lo callemos, confiados en que el asunto debe quedar entre nosotros y quien sea que nos esté enviando señales desde ahí arriba.
Pero, a decir verdad, prefiero creer que estas coincidencias no se sustentan en otra fuerza que la del propio azar. Un azar desnudo y mansamente salvaje, libre de juicios de valor y de divagaciones metafísicas. Un azar que no necesita ser adornado ni con citas de grandes pensadores ni con referencias literarias. Algo tan trascendente como una breve exhalación.