La última historia de expiación o engaño del viejo Laureano podría inspirar una serie de Netflix, una novela de Don Winslow, una misa del Corpus o un muñeco de trapo como exvoto de la generación perdida: aquellos muchachos que en los 80 y 90 buscaron el pico rabioso sin haber leído a Ginsberg.
Resulta que el señor do fume, el gran narco del hachís al que escrachaban las madres desesperadas de los yonquis, se ha procurado el tercer grado como voluntario en una granja de muchachos descarriados. Hay algo magnífico en que un traficante crecido en la leyenda de las rías y la ostentación del lujo decida ayudar a toxicómanos. Lo de menos es que el viejo Oubiña traficara con un narcótico casi inocuo, que nada tiene que ver con la heroína. Lo que importa es que un excapo reaparezca para redimirse.
Los vecinos más desgraciados de Oubiña, Miñanco y los charlines fueron retratados en un magnífico documental sobre los estragos del caballo en Vilanova de Arousa. Todos esos pobres chicos están ahora muertos. Sin embargo, treinta años después aquella epidemia sofocada por el sida golpea de nuevo los parques del paro y la litrona, así que podemos concluir que don Laureano se las verá con la parte menos glamourosa de su pasado.
Si un hostelero decidiera chapar el bar para guiar a enfermos de alcoholismo por la senda de los doce pasos, apenas merecería atención en esta sociedad beoda. Pero que quien ha sido uno de los grandes traficantes baje al barro de las adicciones en el ocaso de su vida, sólo puede resultar chocante o contradictorio.
Los beatos en particular y las personas en general disfrutamos y nos admiramos de estas ternuras increíbles y postreras porque todos tenemos culpas y pecados que escapan a los jueces y a Dios, porque hay una necesidad ancestral de redención en los seres humanos y porque en la regeneración posible de un delincuente crece el mito del antihéroe.
El padre Jorge de Dompablo, cura progre, cree en Oubiña porque “todo el mundo merece una oportunidad”, ha dicho. Sin embargo, imaginar al viejo gánster cuidando el huerto, partiendo leña, lavando las sábanas mojadas por el mono y cociendo tisanas para el insomnio mientras cuenta anécdotas sobre los tiempos dorados de las planeadoras parece, qué quieren que les diga, un fardo demasiado grande.