Los países se atacan basándose en mentiras, como hizo, por ejemplo, Estados Unidos en Irak en 2003: no había, no, armas de destrucción masiva en el jardín de Sadam Hussein. Los ciudadanos matan por sus dioses y por las falsedades con las que éstos, que ni siquiera existen, los subyugan, como acaba de hacer, trágicamente, el británico que ha atentado bajo el cielo encapotado de Londres. Y no le esperará, no, ni una de las 72 vírgenes al comenzar su travesía por la eternidad, sea eso lo que sea.
Las mentiras, siempre tan peligrosas. Las que nos contó George W. Bush. Las que les contó Osama Bin Laden. Las que los líderes de este mundo enfrentado siguen contando a sus correspondientes ciudadanías. Esas mentiras que nos recitan cada día, aquí y allí, y entre las cuales tenemos que seguir viviendo, con mayor o menor suerte, mientras un todoterreno provoca una tragedia sobre el puente que aún sostiene el corazón de Inglaterra. Esto no es un conflicto con brotes esporádicos o recurrentes: esto es una guerra no declarada basada, como todas, en mentiras.
Quizá por eso, porque él ya sabía hasta qué punto pueden ser determinantes las mentiras, Miguel de Cervantes dibujó, 400 años atrás, al personaje de ficción -¿de ficción?- más glorioso del mundo, ese don Quijote que aún en su locura -o tal vez por ella-, dominaba todas las claves trascendentes y le diferenciaba un rasgo preciso y contundente: abominaba la mentira.
Sí, las mentiras provocan guerras. Pero también las verdades. A veces, más cruentas. Por eso hay que eludir la tentación de sobrevalorar la veracidad; en ocasiones ésta es tan peligrosa –y provoca aún peores efectos- que la más resbaladiza de las farsas.
Además, la persecución infatigable de lo que parece auténtico hastía y, también, a menudo provoca socavones emocionales: así que, en las circunstancias pertinentes mejor “cuéntame mentiras, pequeñas y dulces mentiras”, como escribió Christine McVie para Fleetwood Mac.
Pero la peor mentira, la que más quebranto provoca, es la propia. Y uno tiende a mentirse a sí mismo más que a los demás, como explica Milton Glaser, el diseñador gráfico esencial en el mundo. Pero ¿cómo saberlo, si tú eres el que miente y a quien se miente a la vez?
Osho decía que cada persona vive en un mundo de su propia creación. Si la aseveración del místico y filósofo indio fuera cierta, las verdades nunca serían objetivas y, por tanto, nunca podrían resultar idénticas para los observadores. De hecho, todas serían diferentes, pero todas serían verdad.
Y, entonces, no habría unos dioses mejores que otros; ni, como entonó Lennon, nada por lo que matar o morir; ni países, ni religión, ni cielo ni infierno. Y el mundo, claro, sería uno.
Glaser no engañó a nadie, ni tampoco a sí mismo, cuando creó su icónico I Love NY: sólo dibujó un corazón rojo junto a tres letras negras. Eso fue todo, eso fue suficiente.
Entonces, en 1977, él comandaba con brillantez su mente, y con ella diseñó uno de los logotipos más conocidos en el mundo. Ahora, 40 años después y convertido en una eminencia, confiesa que mientras más viejo se hace más sospecha de lo que piensa.
Hay que desconfiar, sí, de la mente de uno. Como dice Glaser, nos mentimos más que a los demás. Empujados por el odio y la ignorancia, dejando que el capitán malvado dirija el pensamiento, algunos pueden -¿podemos?- llegar a cometer errores imperdonables. Como el de la guerra de Irak. Como el del puente de Westminster.
Sospechemos, sí, de los demás. Pero, sobre todo, de nosotros mismos.