Una de las reacciones habituales ante atentados como el de este miércoles en Londres es la que postula que todos nuestros primeros impulsos están equivocados. Que, aunque el cuerpo nos pida sentir miedo, indignación y dolor por empatía con las víctimas, aunque sintamos la pulsión de lucir nuestra solidaridad con ellas de alguna manera visible, esto no conduce a nada. Es más, nos estaríamos convirtiendo en parte del problema en vez de en parte de la solución. Es la respuesta Yoda: ten mucho cuidado con lo que sientes -aunque lo que sientas sea tan natural como el miedo de un niño a perder a su madre-, porque el miedo lleva a la ira, la ira lleva al odio, el odio lleva al sufrimiento y el sufrimiento lleva al Lado Oscurine Le Pen.
Reconocerán este discurso porque es el que con mayor velocidad desenfunda el verbo "sobredimensionar", y el que con mayor frecuencia lo conjuga con la estadística de fallecidos en accidentes de tráfico; o con gráficos que muestran el descenso paulatino de muertes por atentados terroristas en Europa; o con el argumento de que anteayer murieron [número alto] personas en [ciudad de Oriente Medio] y nadie se enteró; o con la acusación a Facebook de frivolidad por crear un filtro con la bandera del país en el que se ha producido el último atentado; o con la crítica a los medios de comunicación por exagerar la amenaza terrorista y dar, así, un altavoz a los fanáticos y una cuña publicitaria a los histéricos.
Uno quiere pensar que detrás de este discurso hay algunas buenas intenciones; pero hay que preguntarse si quienes lo repiten se dan cuenta del horizonte al que conducen sus razonamientos, y si son conscientes del irritante paternalismo que supuran. Porque sentir dolor, indignación, empatía y miedo por tus allegados no es el camino que lleva a Marine Le Pen; es el camino que lleva a ser una persona más o menos decente. La pregunta no debería ser adónde nos lleva sentir estos impulsos, sino adónde nos llevaría no sentirlos. Precisamente uno de los aspectos que más horroriza al leer Patria, la novela de Fernando Aramburu, es constatar la profunda inhumanidad de aquellas comunidades y aquellos individuos que fueron incapaces de mostrar empatía con el sufrimiento de las víctimas de la barbarie etarra.
Nuestro horizonte, en fin, no puede ser una sociedad que vea el dolor empático ante unas víctimas inocentes como algo reprobable; ni tampoco un marco conceptual que presente la empatía como algo moralmente retorcido, algo intelectualmente poco sofisticado. Nuestra solución no puede ser un puenteo que salte de la noticia a la conclusión sin haber pasado por el dolor. Más bien, la respuesta al terror debe partir de la idea de que el ser humano es un almacén de emociones e impulsos, y que estos se pueden instrumentalizar para el bien tanto como para el mal. Es la trampa de la crítica a la banderita en Facebook: ¿de verdad es reprobable que uno sienta más cercana una muerte que le toca más de cerca? ¿No es lo mismo que decirle a alguien cuyo abuelo acaba de fallecer que, oye, no seas hipócrita, anteayer murió el abuelo del vecino y no dijiste nada? Y, en cualquier caso, ¿no es valioso que al menos sintamos algo de vez en cuando?
Al hilo del atentado de Londres escribía la columnista Polly Toynbee: “puede que [atentados como este] se conviertan en un aspecto de la vida global durante un plazo ilimitado de tiempo. Así que tratadlo como si fuese el tiempo que hace afuera (treat it like the weather), independientemente de qué secta recurra a los asesinatos aleatorios como forma de hacerse oír.” Uno cree que el día que tratemos un asesinato como si fuera un chubasco, el día que nos convirtamos en robots que razonan que “han-asesinado-a-una-mujer-cerca-de-aquí-pero-yo-no-me-preocupo-porque-la-probabilidad-de-que-me-afecte-algo-así-es-del-cero-coma-cero-cero-cero-cero-cero-cero-cero-cero-cero-cero-dos-por-ciento” será el día en que renunciemos a lo más valioso que teníamos.