De la gira americana de Puigdemont podemos esperar que el gusto por el desvarío investido de solemnidad se sume a la retahíla de tópicos con que los turistas estadounidenses más entusiastas construyen su amor a España en vacaciones. No debe extrañarnos que, en adelante, la profusión de soflamas emancipadoras pasen a formar parte del kit del guiri para sacarle el máximo partido a las noches locas en Salou o La Barceloneta.

Junto a la exaltación del espíritu bullfighter como fuerza del sino hispano, la demanda de paella mixta como plato fundacional y el uso de faralaes, monteras o barretinas como indumentarias genuinas de los pueblos de España, los americanos cuentan a partir de ahora con las conferencias del presidente catalán como fuente de inspiración.

Resulta que padecemos un régimen equiparable al de la Turquía postgolpe de Erdogan, que en España el Gobierno “autoriza al Ejército a actuar contra sus propios ciudadanos”; que nuestro país sufre “una involución democrática” contra la que al parecer se han revelado Artur Mas y Francesc Homs; y que la causa independentista es comparable a “la lucha por los derechos civiles” de las minorías étnicas en EE.UU. Todo esto lo ha soltado el presidente catalán en Harvard sin despeinarse y sin que a ninguno de sus sufridos oyentes se le haya caído el pinganillo. De todo lo cual sólo podemos alegrarnos y sorprendernos.

Es motivo de regocijo que otro catalán -como Colom- haya logrado la gesta no de descubrir América pero sí de convertir una de las universidades más prestigiosas del mundo en una secuela mala de Amanece que no es poco. ¿No se imaginan a Gabino Diego cantando No nos moverán en el balcón de un piso pirata en la Plaza de Sant Jaume?



Y causa sorpresa no tanto la capacidad impostora de los voceros del secesionismo como que personas con formación no se arroben en el trance de propalar embustes tan gruesos. El único modo de entender a Puigdemont, su inmutabilidad a la hora de soltar mendacidades, es aceptar que toda ficción, por ridícula que sea, adquiere visos de verosímil o incluso de plausible a fuerza de repetirse.

En las manifestaciones contra la primera Guerra del Golfo los estudiantes valencianos tomábamos las calles. La conciencia se forjaba en un jolgorio de camaderías, consignas y litronas. Entre los más vocingleros había un compañero que, megáfono en mano, se desgañitaba: “¡A Palestina es parla catalá!”. Todos los telediarios mostraban a diario imágenes de la intifada y su terrible represión, pero aquello del catalán en Palestina... ¡nos hacía tanta gracia!

Pues bien, más de veinte años después, los señores del 3% urgen a “internacionalizar el conflicto como Kosovo y Palestina”, abren embajadas en medio mundo, tienen un conseller de Exteriores e imparten conferencias en Harvard.