Recuerdo cuando la izquierda abertzale regresó a la alcaldía de Hernani tras la ilegalización del brazo político de ETA. Una de las primeras medidas que tomó la alcaldesa fue retirar las cámaras y el personal de seguridad del ayuntamiento. Yo había ido varias veces a Hernani para hacer unos reportajes y me llamó uno de los concejales del PSE para que lo denunciásemos por la radio.
Se habían reunido con la alcaldesa y ella les había dicho que no quería que el pueblo fuera un estado policial y que no tenían nada que temer. Pero sí tenían razones para temer y ese era el objetivo, que no dejasen de temer. Detrás de estas cuestiones aparentemente marginales siempre estaba la intención de generar un miedo culposo. Si tienes miedo del pueblo es porque eres enemigo del pueblo.
Era 2007 y la sede del PSE de Hernani conservaba las huellas de dos ataques con bombas incendiarias. Uno de aquellos concejales me había contado que llevaba unos ocho años sin pisar la plaza. Dejó de ir el día que unos matones le insultaron y le escupieron delante de su nieto. Un año después de que Batasuna, bajo la marca ANV, reconquistara el ayuntamiento de Hernani, y de que su alcaldesa les dijera que no tenían nada que temer, ETA asesinó a Isaias Carrasco en Mondragón.
ETA también es esa podredumbre moral. En aquellos pueblos de aplastante mayoría batasuna yo no le escuché a nadie decir que matar estuviera bien. Pero había muchos, muchísimos, probablemente una mayoría, que no estaban dispuestos a decirte que matar estaba mal. Esa es la lógica de Arnaldo Otegui, tan vigente hoy como ayer, tal y como nos ha recordado José María Ruiz Soroa en un artículo brillante en El País.
El show de la entrega de las armas nos ha permitido comprobar que, ebrios de síndrome de Estocolmo, nos seguimos creyendo que el asesinato y el secuestro de ETA han sido solo atajos inaceptables para la conquista de un fin legítimo. Y no es verdad. El paraíso que El carnicero de Mondragón sueña para el Pais Vasco es coherente con los métodos que ha utilizado para edificarlo. Una utopía rural consistente en la ceremonia perpetua del odio y la exclusión en pueblos de atmósfera asfixiante.
Asumir esto, combatir los fines ahora que los medios son otros, es el gran desafío de la democracia española posETA y no el perdón y todas esas liturgias cristianas que se le demandan a los etarras y que solo tendrían sentido en la más estricta intimidad entre víctima y victimario. ¿Quiénes somos nosotros para perdonar por otros? Por eso la impunidad es inmoral, porque es un perdón que no nos corresponde otorgar. El Estado como sacerdocio.