La estupidez puede ser fascinante. No me refiero al respetable enfoque del dramaturgo Rafael Spregelburd, de Umberto Eco, de Carlo Maria Cipolla, con sus fines de crítica social más o menos divertidos, ácidos o brillantes. Mucho menos les invitaría a ojear obras estúpidas, de las que se cuentan por docenas en las mesas de novedades de las mejores librerías. Un acercamiento riguroso al tema -crucial, omnipresente- permite aprehender los motivos últimos de quién propiamente carece de motivos, columbrar una especie de sentido en el sinsentido.
Tampoco pienso en las películas de los hermanos Coen, entre las que se cuentan varias obras maestras, pero sí me detendré en ellos, aunque solo sea por la maestría con que construyen una y otra vez idiotas inolvidables. "¿Qué hemos aprendido?" -pregunta un jefecillo de la CIA a un subalterno al final de Quemar después de leer, convencido de que algo habrá tras la peripecia de un puñado de imbéciles capaces de inquietar a la inteligencia rusa por culpa de la fijación con la cirugía estética de una empleada de gimnasio interpretada por Frances McDormand. Hay otro nivel: los estúpidos más interesantes de la literatura son quizá Bouvard y Pécuchet, alumbrados en la obra del mismo título de Gustave Flaubert.
La fatal necedad de su Emma Bovary es bien conocida, pero no nos abismamos en ella, como sí ocurre con los dos majaderos que, súbitamente enriquecidos, se entregan al estudio y práctica de las más dispares ramas del saber. De la teología a la jardinería, nada escapa a su exaltada dedicación. Obsesiva... y pasajera. Porque el hastío o el capricho les harán saltar de una a otra disciplina.
Según sus biógrafos, Flaubert habría leído mil quinientos libros para amasar lentamente su novelita, póstuma, inacabada y vilipendiada. Para mí, lo mejor de su legado. En Bouvard y Pécuchet parece haberse inspirado Paul Auster para montar a sus idiotas Flower y Stone en La música del azar. Solo que en estos hay también maldad. Algo no evidente en Flaubert. Es posible que el estadounidense no haya sido consciente del peso que en este punto cobra el visionario Emanuel Swedenborg, cuya escatología influyó e influye de forma persistente en la literatura y en el cine. El sueco vio salvación en el conocimiento y, por ende, condenación en la ignorancia contumaz. Pienso en grandes idiotas engreídos, a menudo perversos con pátina humanista. Una especie que los Coen no han tocado, pero sí Giovanni Papini en Gog. Prometo visitarlo otro día.