Después de tres décadas de exitosa dramaturgia política, el registro emocional de Esperanza Aguirre es tan patrimonio de todos los madrileños como el Canal de Isabel II, así que podemos y debemos recordarle las malversaciones y prevaricaciones sentimentales cuando incurre en ellas.
A la expresidenta de la Comunidad de Madrid nos la quiso vestir de rubia Pablo Carbonell cuando la presentaba en el Caiga quien caiga como “ministra de verdura”, primeros años de aznaridad. Lejos de arredrarse, esta grande de España conviritió en un filón de popularidad la promoción del escarnio del Gran Wyoming para ascender en el partido y en las instituciones.
La suya fue una carrera ascendente, merecida y fértil en estrenos de una audacia celebradísima. Se ganó al vulgo repartiendo campechanías en los mercados y bailando el chotis con Joaquín Sabina, se hizo fuerte en los reservados como sumiller de habanos e hizo épica en las redacciones por sus espolonazos a Rajoy y Gallardón, y por la cuidada naturalidad con la que lo mismo salía ilesa de un accidente de helicóptero que daba una rueda de prensa en calcetines después de una balacera terrorista en Bombay: “La protegida”, tituló El Mundo.
A medida que la porquería atascaba las bombas de achique del PP -caso Gürtel, caso Púnica, caso Ático, operación Lezo…- el cuento de la aristócrata que se convirtió en irredenta lideresa dio un espectacular giro narrativo: todos los príncipes a los que besaba se convertían en ranas venenosas, en ávidos batracios de ancas largas, pura carne de talego.
Esta fotografía que hemos seleccionado es el retrato del ocaso definitivo de Aguirre. La todavía portavoz del PP en el Ayuntamiento de Madrid hace pucheros en plena melé periodística y, a punto de llorar, advierte del “calvario” que puede estar pasando Ignacio González “si es inocente”. Acto seguido, reconsidera: “Para mí lo de Ignacio González sería muy lamentable” [si es culpable].
Ambas reflexiones responden a una hipertrofia de la presunción de inocencia a beneficio de inventario. Según el papel escogido -en esta ocasión- por la emocionada dirigente del PP, su Nacho puede ser culpable o puede ser inocente: lástima que los millones sisados al conjunto de los madrileños en el Canal de Isabel II no estén sujetos a una disyuntiva similar, pues no existe posibilidad alguna de que puedan ser restituidos a sus legítimos dueños.
Aguirre ha articulado sus despedidas batientes con lágrimas biseladas en un talento para el teatro y la emoción que no se percibe en el lloriqueo acebollado del jueves. El mundo se le abre bajo los pies, pero Aguirre, en lugar de hacer mutis por el foro para que olvidemos cuanto antes su legado de kíes millonarios, acaricia el sueño de estremecer al mismísimo cielo con su llanto. El problema es que ella misma marcó el camino cuando, tras el escándalo de la financiación irregular del PP madrileño, dimitió de la presidencia del partido por su responsabilidad in vigilando. Ahora que ha caído su heredero, sólo puede ser coherente y aplicarse el cuento.