Situemos las cosas en sus justos términos: hasta la fecha, hay una serie de procedimientos judiciales en marcha que han alcanzado a quienes han alcanzado. Son muchas las personas, antaño ejercientes de cargos públicos, que hoy se sientan en un banquillo, están esperando a calentarlo o ya han pasado por él y fueron expedidos a prisión o se les impuso pena de inhabilitación o de multa. Proceden de todos (o casi todos) los partidos que han tenido responsabilidades de gobierno en España, ya sea a nivel local, autonómico o nacional. Muchas de ellas, o lo que es lo mismo, unas cuantas decenas, militaron o militan en el partido que hoy respalda en minoría al gobierno de la nación. Algunas ejercieron altas responsabilidades: altos puestos en el organigrama del partido a escala nacional o regional, ministerios, consejerías e incluso presidencias de comunidades.
Entre esas personas, a día de hoy, no se sitúa el presidente del partido y presidente del Gobierno. Tampoco se cuenta entre ellas la que durante muchos años fue la presidenta de la comunidad autónoma acaso más emblemática para sus siglas, por su peso económico y político en el conjunto del Estado y por la sucesión de mayorías absolutas inapelables. Si un investigado, un imputado y hasta un procesado gozan legalmente de presunción de inocencia, ellos gozan de algo más, que conviene recordar, guste o no: los jueces no han llegado a reunir ni siquiera indicios de delito contra ellos, por lo que a efectos jurídico-penales son dos ciudadanos tan libres de sospecha como el que más, y su comparecencia como testigos no los inculpa en absoluto.
Ahora bien, esa incontestable realidad no oculta otra, cada vez más emergente e insoportable: el grado de putrefacción que bajo la responsabilidad de uno y otra parece haber afectado a instituciones y organizaciones cuya gestión tenían encomendada. Ambos sostienen que no tuvieron el menor conocimiento de los hechos punibles que en fraude y perjuicio de la ciudadanía consumaron, presunta o ya probadamente, personas que estaban a sus órdenes y a las que en más de un caso designaron para importantes cometidos. Eso los sustrae a la persecución de la justicia, salvo que alguien ofrezca pruebas en contrario; por eso se les cita como testigos, por eso tienen el deber de decir verdad y no pueden mentir (como sí puede aquel sobre el que recae penalmente alguna sospecha), y por eso al acudir ante el tribunal no hacen otra cosa que cumplir con sus deberes cívicos.
Lo que resulta dudoso es que la situación que estamos viviendo sea, como se nos dice, de “pura normalidad”. La situación es anómala, bochornosa y deprimente, y debería dar pie a una reflexión colectiva y a unas cuantas individuales. Empezando por la de quienes se ven requeridos para deponer como testigos sobre un presunto fangal que les pillaba demasiado cerca.