Los cien primeros días de Donald Trump nos arrojan dos adjetivos. Uno ya lo sospechábamos y el otro nos lo temíamos.
En cuanto al primero, Trump ha mostrado ser un incompetente. Esto no es tanto un insulto como una revelación preocupante. Porque la incompetencia de Trump está en un plano distinto de aquellos en los que solemos juzgarlo –su ideología, su forma de comunicar–. La competencia es un asunto mucho más nítido y fundamental, un mínimo que se le pide a cualquier gobernante aunque moleste su manera de ver el mundo. Y, en lo tocante a Trump, la competencia era algo en lo que se podía tener alguna fe dado su historial de éxito en el mundo de los negocios.
Cien días después, no es solo que sus grandes iniciativas –como la reforma sanitaria que debía sustituir la de Obama, la prohibición de entrada en EE.UU. a ciudadanos de siete países de mayoría musulmana, o la incapacidad de conseguir fondos para construir el muro con México–, se hayan estrellado debido a errores de planificación y de ejecución.
No; Trump, además, se ha mostrado incapaz de desempeñar funciones básicas como elegir un gabinete mínimamente operativo. Su equipo ha estado envuelto en escándalos, dimisiones, filtraciones y guerras internas, sin que esto parezca molestar al presidente en lo más mínimo. Mostrando una fe en la meritocracia cercana a la de Fernando VII, ha concedido una enorme relevancia gubernamental a su hija y a su yerno, personas sin experiencia política alguna y que multiplican exponencialmente los conflictos de interés entre el gigantesco negocio familiar y el gobierno de la primera potencia del mundo. El mismo día que Trump se reunía con el líder de China, por ejemplo, su hija recibía licencias comerciales del gobierno de aquel país.
Pero igual de llamativos son los nombramientos que no ha hecho. A día de hoy, Trump solo ha nominado a 50 personas para los 553 puestos vacantes en el poder ejecutivo que dependen directamente de él. Preguntado por ello, Trump respondió que sencillamente no ve la necesidad de tener tantos puestos de trabajo en el gobierno. Esto puede sonar bien a enemigos de un Estado elefantiásico; pero una cosa es recortar puestos tras un análisis pormenorizado de su necesidad o falta de ella, y otra muy distinta es dejar puestos vacantes por pereza, por desinterés, o por una fe desmedida en el poder de la intuición.
Poniéndonos optimistas, podríamos pensar que la incompetencia no es un problema demasiado grave en un sistema robusto, bien poblado y de larga tradición como el estadounidense. Un presidente de habilidades por debajo de la media podría limitarse a sobrevivir sin estorbar demasiado, renunciando a algunos de sus proyectos, obteniendo modestos avances en otros y permitiendo que la enorme maquinaria del gobierno siga a lo suyo.
Pero aquí nos estrellamos con el segundo adjetivo: Trump es un narcisista. De nuevo, los cien días han deshecho cualquier ilusión que pudiéramos tener de que su chulería fuese sencillamente una táctica electoral. Juzguen ustedes: Trump polemizó durante semanas con la prensa acerca de las cifras de asistentes a su toma de posesión, incapaz de admitir que habían sido inferiores a las de Obama. En una entrevista mostró tener memorizados los ratings de sus apariciones televisivas, jactándose de que eran los más altos desde los atentados contra las Torres Gemelas. Su cuenta de Twitter está repleta de ataques directos a cualquier medio que se muestre crítico con su gestión. Y después de su victoria pasó semanas dando mítines por Estados Unidos, incapaz de renunciar a la droga de una muchedumbre enfervorecida. Así, precisamente, celebrará su día número cien como presidente, escuchando cómo una masa de simpatizantes corea su nombre.
Para alguien que hace tanta bandera de su americanidad, en fin, Trump supone el reverso de los frágiles protagonistas que pueblan la tradición literaria americana, desde Willy Loman hasta Chip Lambert pasando por William Stoner y Alexander Portnoy. Trump es reacio a la duda e incapaz de fundirse con el decorado; no acepta ni que se deje de hablar de él ni que alguien lo haga mal. Y esto le incapacita para insertar su incompetencia en un ecosistema más o menos estable. Trump tiene que destacar, tiene que dar titulares, y siendo presidente su forma de hacerlo repercute necesariamente en las vidas de millones de personas.
Por todo esto erramos el tiro cuando cedemos a la comprensible tentación de analizar la presidencia de Trump en base a la ideología, las estructuras sociales, las oscilaciones macroeconómicas. En lo que a Trump y a su gobierno se refiere, lo más importante será la personalidad y todo lo demás pasará a un segundo plano. Por desgracia, y como ha recordado un especialista en trastornos narcisistas, Trump solo supone un problema psiquiátrico para sí mismo. Para los demás supone un problema político, económico y de seguridad.