Cuando veo a Lluís Llach, no puedo evitar preguntarme qué llevará debajo del gorro, de ese gorro que parece que se ha enroscado en la cabeza. A veces pienso que el gorro de Llach esconde un animal deseo de provocación, aunque a estas alturas de la función lo de provocar con un gorro de lana se ha quedado antiguo y descafeinado. Otras veces miro a Llach y a su gorro y me digo que igual su poco pelo le hace pasar mucho frío y por eso se tapa la coronilla con un pucho de cargador de muelles, estilo la ley del silencio.
El gorro de Llach. Lluís Llach. Los veo a los dos y pienso qué sería de ambos sin el delirio de la independencia, sin esa promesa de unos països catalans que son cruce de Narnia, Liliput, Macondo, Marineda, la Tierra Media y el país de Nunca Jamás, y ahí está Llach, con su gorrito de niño perdido, esperando a Tigridia y a Peter Pan y a Campanilla que no vienen de provocar al capitán Garfio, sino de ver si pillan algo del tres per cent, o el cuatro, o el cinco, y tal vez prometen a Llach que le van a comprar un bonete más digno, con menos bolas, nuevecito, como para ir a Ascot a relacionarse con los mismos que hoy escapan a sus jefes cuando estos hablan de independencia. Porque cuando Cataluña sea libre, los estados del mundo entero se inclinarán ante los popes catalanes y contarán con ellos para festejos, coronaciones, ceremonias varias y carreras de caballos.
De momento, Llach se contenta con encajarse el gorro viejo y astroso y amenazar a los funcionarios. Luego Puigdemont le ríe la gracia y él se esponja como el niño ocurrente al que felicita por el chiste el jefe de la banda que le acoge en su seno para librarlo de la soledad y la lampancia. Fuera hace mucho frío, con gorro o sin gorro, y ya nadie paga un céntimo por escuchar a Llach cantando lo de la estaca.
Ahora veo un vídeo de Llach destocado, exhibiendo calvicie e indigencia intelectual. Habla de marginación por cuestión de raza, y me pregunto yo a qué raza pertenecen los catalanes. A qué raza pertenece Lluís Llach, ya sin su gorro de lana.
Es duro saltar de escribir algo que pasaba por poesía -en una época en que tenía mérito hablar de libertad y hasta llevar gorro- a repetir el discurso supremacista y hacer el papel de matón para amedrentar a los funcionarios públicos. Qué dura es la vida, Llach. Mejor no te quites el gorro, no sea que se den cuenta de que debajo no hay absolutamente nada. Si acaso, miedo al abismo.