No hace falta ser un lince para deducir que buena parte del atractivo de los populismos de Le Pen y Podemos es su promesa de un apocalipsis de miseria económica, aislamiento internacional y adoctrinamiento estatal que nos saque del aburrimiento letal, casi suizo, que comporta vivir en sociedades democráticas, pacíficas, racionales y con una esperanza de vida cercana a los ochenta años. Sociedades en las que lo más espeluznante que le puede ocurrir a un adolescente no es acabar con las tripas colgando de un alambre de espino en una trinchera del Somme sino trabajando como aprendiz en un restaurante tres estrellas Michelin durante dos, quizá tres meses de su vida.
Ese, el de los máster que se pagan con trabajo en vez de con dinero, es el nivel máximo de injusticia social que padecemos en este país y de ahí para abajo se pueden imaginar ustedes el resto de agravios con los que un español corre el peligro de toparse a día de hoy: “El albañil me ha echado un piropo”, “Ese biberón ofende a las vacas” y “Tengo derecho a vivir en un ático en el centro de mi ciudad por la cuarta parte del precio que pagaría un turista”.
Los que nacimos en la España de los años setenta, y no digamos los que nacieron después, no hemos disfrutado ni de un miserable 1% de la emoción, la incertidumbre y la jodienda disfrutada por las generaciones que nos precedieron. Esas generaciones que vivieron la Guerra Civil, la posguerra y una Transición en la que muchos se llevaron un souvenir de los grises dibujado en el lomo.
Es cierto que los héroes fueron muchos menos de los que ahora se venden como tales, pero vamos a dar por válido el axioma de que la vida durante el franquismo era mucho más emocionante de lo que es ahora. La democracia, sí, es un coñazo. La sensación de muerte inminente, por el contrario, es excitante como un anuncio de Coca-Cola. En ese sentido, un venezolano, un norcoreano o una saudita viven la vida de una forma mucho más intensa que un español, un francés o un británico. Para su desgracia, claro.
Así que vista la siesta bovina reinante es más necesario que nunca darle las gracias a todos aquellos beatos, creyentes y sacerdotes de la nueva moral que andan esforzándose como titanes para que los españoles de la España de 2017 catemos los placeres de la transgresión, la provocación y el riesgo.
Gracias, en resumen, a todos esos ideólogos de género, políticos de la identidad, apaciguadores de fascismos tribales varios, flores de estufa, comisarios de lo políticamente correcto, teóricos del apropiacionismo cultural y universitarios de CI menguante que han conseguido que leer según qué libros, defender según qué ideas y asistir a según qué conferencias de según qué conferenciantes vuelva a ser provocador, y rebelde, y transgresor. Gracias por devolvernos ese sentimiento de superioridad no ya moral sino intelectual que da el luchar contra fanáticos cuya visión de la realidad cabe en el ojo de una aguja. Gracias por confirmarnos cuál es el lado correcto de la historia.
Y gracias sobre todo por lograr que dar tu opinión libremente, beber Coca-Cola, ser hombre o mujer heterosexual, escoger por ti mismo qué condiciones laborales aceptas y cuáles no, vestir traje, rezarle a un Dios que no exige el degüello de aquellos que no creen en él, trabajar ocho o diez o las horas que te dé la gana al día, tener hijos, comer carne, abrir tu negocio los días que te plazca o defender el método científico, la igualdad de todos los ciudadanos y la libertad de expresión te convierta en Satán.
Y es que lo estamos entendiendo mal. No es que la derecha sea el nuevo punk. Es que el nuevo punk es la aburrida, convencional, sensata y muy previsible normalidad. Qué gran placer, en cualquier caso, saber que el mero hecho de que existas en su mismo plano de la realidad es capaz de joderle el día a miles de comisarios de la nueva Brigada Político-Social.
Gracias, en definitiva, por darnos un fascismo contra el que luchar.