¡Qué hermosa está la mañana, Leo! La luz del sol centellea. Las flores dan sus perfumes, sus rumores la arboleda.
La Jacinta, Chus Lampreave en La Flor de mi Secreto, recitaba ese poema camino del pueblo en esa película de Almodóvar repletita de jaculatorias y sentencias que siempre vienen muy bien para hacer plegarias entre los amigos. Yo, que hablo con mi perra muchas veces, le digo el poema. Y la Leo me mira como si me entendiera. Creo que se lo sabe y un día, después del pienso, que ella es muy de comer como su amo, me recitará las frases de Chus y me dará un vahído. Fingiré, claro, porque los que tenemos perro andamos por la vida hablando y haciendo gestos como si nos comprendieran. Así que el vahído será lo justo para teatralizar. Ahora mismito la tengo a mi espalda, tumbada como una sultana en la cama, respirando la siesta. Le he dicho que iba a escribir y la muy perra me ha entendido perfectamente.
O sea, escribo como si mi perra fuera mi editora. Me vigila.
A continuación escribo el contenido: “Leo, ya hemos paseado, me toca hacer el artículo, es hora de escribir. Vente conmigo, si quieres, al cuarto y me miras teclear. No te olvides del peluche. Vamos”. Verdaderamente se podría decir que hablo solo. Pero no. Doña Leo me mira atentamente, coge su bicho con los dientes y se ha venido caminando en procesión hasta mi habitación. Transcribo lo que me ha dicho: “Me quedo contigo si me dejas quedarme en la cama. Le he cogido gusto. Pero aviso que tampoco tienes que escribir el Ulises, así que acelerando que hace buen día y podemos dar una vuelta después”.
Total, que estoy en la mesa con mi perra fingiendo que duerme y yo mirando de reojo la hora para salir. Mas de uno diría que estoy loco, pero si tiene perro -más vale que lo tenga el lector, por valorar con medida justa- sabrá que esto es lo normal. No es coña.
Por hacer hemeroteca, los perros y los gatos han acompañado a los escritores como primeros lectores desde siempre. Lord Byron tenía un labrador negro llamado Boatswain, Victor Hugo a Lux, un galgo; Unamuno a Remo, su pastor alemán, y con él hablaba y le escribía poemas; Murakami es más de gato, de gatos, porque tiene diez, como Bukowski, que hasta quería reencarnarse en felino, yo creo que por no escribir más. Miau. A mí me pasa como a Gertrude Stein, que escuchar a su perro le ayudaba a ajustar la cadencia de su escritura. Doña Leo respira y yo tecleo. Así que si esto se lee raro es cosa suya, que se despierta.
Lo dicho. Ella es la flor de mi secreto. Mi vigilante. Mi compañera. Mi pareja de hecho. Mi secretaria general. Mi candidata.
-Leocadia, que te llaman.
-¿A mí?
-Sí, a ti, ¿no te llamas Leocadia?