No resulta en absoluto edificante el espectáculo ofrecido en los últimos días en torno a la fiscalía. A unos nombramientos cuestionables y cuestionados, y más después de oír cómo unos imputados cifraban en ellos todas sus esperanzas, sucede un ir y venir de traslados consumados o fallidos, que casualmente afectan a algunos de los fiscales que más se han fajado en casos de corrupción que están en la mente de todos. La insurrección de los fiscales progresistas y la tumultuosa reunión del Consejo Fiscal, con peticiones de remoción del Fiscal Anticorrupción y hasta del propio Fiscal General del Estado, vienen a ponerle la guinda a este pastel que no tiene buen aspecto y cuyo aroma no resulta mucho más atractivo. La fiscalía es una institución clave de nuestro Estado de Derecho, por el papel que tiene encomendado de defensa de la legalidad, y sembrar dudas sobre si se comporta o no de manera imparcial, sobre si actúa con criterios profesionales o se pliega al dictado de conveniencias e intereses políticos, es cualquier cosa excepto una cuestión menor.
Algunas voces de la oposición denuncian una maniobra del gobierno para quitarle mordiente a una fiscalía, la especializada en la lucha contra la corrupción, que se ha demostrado eficaz y hasta crucial en la defensa del interés público, o lo que es lo mismo, del conjunto de la ciudadanía, frente a la rapacidad y el despotismo infame que representa la acción de los corruptos. La frecuencia con que el nombre del ministro de Justicia, reducido a su forma familiar y coloquial, aparece en conversaciones de personas investigadas por la fiscalía, mientras especulan con nombramientos que finalmente se acaban produciendo, no contribuye precisamente a tranquilizarnos al respecto. Que los así nombrados intervengan luego en las investigaciones en marcha no para agilizarlas o favorecerlas, sino para ponerles pegas, invita a una desconfianza que cualquiera puede comprender, y que hace planear una sombra intolerable sobre la institución.
No puede creerse, a estas alturas, con lo que ha caído en estos últimos años, y con el medio centenar de diputados que le han costado al partido del gobierno sus muy sonados casos de corrupción (no, no le han salido gratis), que alguien dentro del ejecutivo pueda ser tan torpe como para urdir y tratar de poner en práctica una maniobra semejante. Sería demasiado burdo, demasiado chapucero, demasiado indigno. Supondría un deterioro añadido del sistema, un descrédito que recibirían como el mejor de los regalos quienes le discuten la legitimidad (hasta la pondría fundadamente en entredicho). Saldría perjudicada la fiscalía, sin duda, pero el destrozo iría más allá: desmontarla es desmontar una viga maestra del edificio, y aquellos a quienes les fuera imputable esa imprudencia quedarían sepultados bajo los escombros. Si alguien va de veras por ahí, más le vale volver a pensárselo. Es una muy mala solución a sus problemas y una pésima vía para alcanzar sus propósitos. Sean los que sean.