La tercera moción de censura de la democracia ha servido para confirmar algunos espasmos y querencias de nuestros dirigentes. Mariano Rajoy ha vuelto a demostrar que el abuso de la ironía es sólo un reflejo de su condescendencia insufrible. También que los cronistas parlamentarios crearon un monstruo cuando lo galardonaron con el premio Emilio Castelar al mejor orador.



No es que hable mal Rajoy; lo hace muy bien. Pero siendo el presidente de un partido gangrenado por la corrupción, y cuya historia doméstica se redacta al alimón en los juzgados y en las comisarías, hubiera sido prudente por su parte simular contrición y mesura en la dosificación del sarcasmo. 

Nada más lejos. Rajoy ha caricaturizado a Pablo Iglesias por excesivo y por provocador, por bolivariano y por inmaduro, porque la APM de Victoria Prego le reprendió los escrachillos a periodistas y porque un político con maneras de youtuber no sólo es “poco fiable” sino que “es peligroso”, dijo.

Manda huevos que estas reconvenciones las haga Rajoy a un mes de declarar en la Audiencia Nacional por la financiación irregular de su partido y después de blindar a Catalá y Montoro tras ser reprobados por el Congreso y por el Tribunal Constitucional. Se entiende que confía en la amnesia inveterada del pueblo español y en los farolillos del Banco de España, que este mismo martes ha pronosticado un consolidado crecimiento del 3%.

Rajoy ha alternado la chanza con la reflexión moralizante sobre las instituciones, el valor de la Constitución, la soberanía nacional y los logros del 78. Lo de su claque puede entenderse, que para eso cobran de diputados. Pero no sería comprensible que el aplauso de su retórica, entre campanuda y chisposa, nos haga olvidar el escándalo continuado en que parece instalado el PP, las injerencias en el poder judicial, los chivatazos a investigados y las fechorías de algunos prebostes del partido del Gobierno.

Si Pablo Iglesias ha errado... su compañera Irene Montero acabó de arruinarle la jornada porque estuvo mucho mejor que él. El candidato alternativo no pierde ocasión de que sus detractores perseveren en la constatación de sus defectos con la alegre resolución de quien caza pokemons.

Su discurso, entre infantil y presuntuoso, ha pecado además de largo. Ha aleccionado a todos con una versión de la historia de España a medida de los turistas del tramabús; ha tratado al conjunto de los diputados de tontuelos con alusiones a los regeneracionistas del XX y los nombres propios del franquismo; y ha glosado las virtudes de las regiones de España con el tono insulso de las salutaciones de un concejal de festejos en la semana grande. Su programa, un marasmo de epígrafes, con apéndices y subapéndices impenetrable en su voracidad clasificatoria.

Tras ocho horas de insufrible debate, cualquiera atiende al resto de portavoces. Lo único claro es que Rajoy ha toreado a un manso que embestía y embestía apelando al desistimiento de la audiencia y al plauso cada vez menos entusiasmado de los propios. Junto a Rajoy ganan Irene Montero e Íñigo Errejón. La primera por contraste, se gana por derecho el puesto que tiene allí. El segundo crece en ausencia.