Recuerdo aquel día, hace treinta años. Entonces vivía en Lugo y acababa de recoger las notas de tercero de BUP. Me preparaba para vivir uno de aquellos veranos larguísimos del bachillerato, y la perspectiva de tres meses de libertad, de gozosa pereza, eran el mejor horizonte posible. Los diecisiete años recién cumplidos. Mucho tiempo para leer. Las tardes junto al río, o comiendo pipas en un banco de la plaza de España. El ruido lejano de la cortadora de césped, el olor a cloro de la piscina mezclándose con el de la hierba amontonada y las flores de la retama que crecían con fiereza en vísperas de san Juan. Un bañador nuevo, unas gafas de sol. Alguna fiesta adolescente, los coqueteos sin futuro, la certeza de que la vida empezaba a abrirse. Grandes esperanzas.
La matanza de Hipercor quebró el verano: supe de ella por el telediario de las nueve. Habían muerto 21 personas en un centro comercial. Pensé de inmediato que eran personas como yo, que también se preparaban para las vacaciones y querían estrenar un vestido o unos zapatos, que necesitaban crema solar. Creo que fue la primera vez que lloré por gente a la que no conocía.
Durante varias jornadas los informativos escupieron los detalles espeluznantes de la matanza. Los terroristas habían puesto escamas de jabón en el explosivo para conseguir un efecto parecido al del napalm. Entre los muertos había varios niños. Vimos imágenes de gente mutilada, con quemaduras horribles. Cuando intento recordar el verano de 1987, que debió ser azul y luminoso, enseguida se me viene a la cabeza el atentado de Hipercor. Murieron 21. Tengo la certeza de que los terroristas querían matar a muchos más, pero siempre fueron más malvados que habilidosos.
Cuando ETA puso aquel coche bomba, lo hizo deseando cercenar aquellas vidas, otras vidas, muchas más vidas. Siempre funcionaron así. Mataban cuanto podían, cuando podían. ETA no mató a más porque no tuvo ocasión. Porque no supo, no porque los verdugos conociesen la compasión o la piedad. Hoy, treinta años después, los herederos del brazo político de quienes pusieron la bomba en Hipercor se sientan cerca de mí en las comisiones del Congreso, y veo a Pablo Iglesias darles palmadas en la espalda. Pienso en la adolescente que era yo en 1987 y me pregunto qué me diría si supiese que oficialmente esas personas son mis compañeros de trabajo. Prefiero no saber la respuesta. Hace treinta años. Malditos sean todos ellos.