Que la historia de Alberto Rodríguez (Unidos Podemos) sobre su familia y la de Ana Oramas (Coalición Canaria) es más falsa que un duro sevillano se deducía sin necesidad de investigación alguna. El teatro era evidente desde el momento en el que Rodríguez traga saliva melodramáticamente antes de contar una historia que le habría sonado desmesurada hasta a un director neorrealista italiano.
Una historia en la que se mezclan, atentos que vienen curvas, una abuela costurera con los dedos reventados de artrosis tras pasarse toda una vida cosiéndole los vestidos de fiesta a las familias pudientes de la isla y unas malvadas ricachonas que se burlan de ella tirándole las monedas al suelo entre las carcajadas de sus nietas. A la historia sólo le falta una carroza en forma de calabaza para que Disney presente contra Alberto Rodríguez una demanda por plagio de 846 folios.
No deja de ser una victoria de la pacífica, próspera y culturalmente enriquecedora democracia capitalista occidental que hasta uno de los miembros más ideológicos, y no precisamente pacíficos, de Unidos Podemos haya recurrido a la versión dulcificada, flácida, comercial e ideológicamente intrascendente de la Cenicienta de Disney en vez de a las versiones originales del cuento.
En esas muy poco feministas versiones originales, la Cenicienta suele ser una niña mimada y un poco tontaina que es manipulada por mujeres mucho más decididas e independientes que ella, hasta el punto de tener que ser rescatada de la pobreza y la esclavitud por un hombre (un príncipe) de clase superior. El trasfondo del cuento tampoco es el de la lucha entre la virtud y la maldad sino el de la competencia entre hermanastras, hijas de diferentes madres, por los escasos recursos de su padre en épocas de hambruna. Algunas de las versiones del cuento incluyen amputaciones de extremidades y ojos arrancados a picotazos por las palomas. Sirva de ejemplo el crescendo de violencia, gritos tribales y sexualidad del Segundo Coro de la Lavandería de La gatta cenerentola, la versión napolitana de la Cenicienta.
Pero miren. Yo más que nadie entiendo la necesidad de reducir historias intrascendentes a dramas hiperbólicos, con los blancos y los negros muy definidos, con el objetivo de captar la atención del público. Lo único que digo es que entre la versión edulcorada de Disney y la versión napolitana, primigenia y feroz, prefiero la segunda.
Aunque puestos a pedir, mejor una hipotética versión de Tarantino. Una en la que la cenicienta canaria, en vez de agacharse a recoger las monedas que le acaban de lanzar al suelo, mire al suelo, enarque las cejas, deje pasar un par de segundos de tensión eléctrica, desenfunde una katana afilada como la lengua de Irene Montero y acabe con Lo Oshentaiosho Loko Ricashone entre cabriolas, amputaciones indiscriminadas y chorros de hemoglobina capaces de dejar el techo como la cúpula de Barceló en la ONU.
A mí me cuenta esa historia Alberto Rodríguez y acabo votando a Unidos Podemos sin pensármelo dos veces. Aunque sólo sea por la inventiva.