Los artistas son el referente: ellos son quienes otorgan puntos de referencia a los demás, explica la psicóloga y editora Elena Foster. Puede que tenga razón la pareja de Norman Foster. Esta semana, el músico norteamericano Jackson Browne se congratulaba en Edimburgo de que, en Europa, todavía hay quien escribe sobre las cosas que importan. Sobre esas referencias que hacen falta.
Porque, realmente, parece que las estamos perdiendo a toda velocidad. Empieza a ser normal, por su insólita frecuencia, que, cada pocos días, un vehículo arrolle a unos cuantos transeúntes; o que un fanático acuchille en una acera, o que otro tirotee, parapetado con un cinturón de explosivos, a quien tenga la mala suerte de cruzarse en su camino.
Pero no lo es: no es normal. Es una situación desesperante y anómala que amenaza con provocar conflictos de una magnitud que tal vez no hayamos vislumbrado aún. La venganza del británico que atacó a quienes salían de rezar de una mezquita en Londres sugiere unas posibilidades de conflicto mucho mayores aún que las que estamos padeciendo ya. Alguien debería hacer algo para detener esta creciente locura.
El caos crece exponencialmente sin que se perciban políticas que sirvan para detenerlo. Quizá la solución imposible fuera prohibir las religiones en todo el mundo. Al fin y al cabo, resulta mucho más probable que las inventáramos nosotros, junto a sus dioses, a que éstos nos crearan a nosotros. Y matar por unos dogmas tan vulnerables a la fantasía como los que sostienen a las colectividades religiosas carece de todo el sentido.
“Si crees que merece la pena matar por tu religión, por favor empieza contigo mismo”, ironiza el aforismo.
El escritor Ian McEwan debe de estar de acuerdo: se muestra en contra de todas las religiones; considera que las instituciones que las representan se hallan “en bancarrota ética” y que, además, “en absoluto consiguen que la gente se comporte mejor”. Desde luego que no: a veces producen exactamente la conducta opuesta.
Por supuesto, habría que diferenciar entre los que hacen un uso sensato de sus creencias, la mayoría, de aquellos que, envueltos en su intolerancia, se radicalizan. Pero ya en la primera guerra de la historia, hace 4.500 años, las ciudades sumerias de Lagash y Umma se enfrentaron con dioses –Ningirsu y Shara- que tenían posiciones diferentes. O al menos, así se explicaba este primer acontecimiento bélico en el sur de Mesopotamia.
No está claro si las religiones han salvado muchas vidas desde entonces pero, desde luego, ellas o interpretaciones disparatadas de las mismas han provocado numerosas muertes.
También miseria, también éxodos. Las matanzas y la destrucción tan desafortunadamente inherentes al comportamiento humano a través de la historia continúan provocando, por supuesto, que los afectados que pueden hacerlo escapen hacia lugares más seguros. Hace 80 años muchos españoles huían de la guerra civil, o de sus consecuencias, como lo hacen estos últimos años otras nacionalidades atacadas por todos, como la siria. Las mismas razones, la misma barbarie.
Se acaba de conmemorar el Día Mundial de los Refugiados, este último martes, sin que haya motivo para celebración alguna. Nadie quiere compartir esa carga, sin saber siquiera que no lo es.
La editorial Kailas publicará próximamente uno de los libros más importantes en su todavía corta historia de casi tres lustros. Los diarios de Raqqa: escapar del Estado Islámico cuenta, como no lo ha hecho nadie hasta ahora, cómo puede ser el infierno. Pero no uno metafórico; no uno potencial: uno de verdad.
Samer –nombre ficticio- relata cómo llegó el Daesh a su vida, y la destrozó; cómo lo torturaron; cómo le arrebataron a la persona con la que pensaba compartir cada uno de sus días para entregársela a un soldado a cambio de que liberaran al hermano de ella, a quien habían apresado sin motivo.
A veces, con pocas palabras y algunos dibujos te puedes emocionar tanto que se te puede romper el corazón. Samer consigue eso, aunque el músculo continúe latiendo. Por desgracia, su historia no forma parte de su imaginación, sino que se mantiene adherida a su piel con infinitos clavos ardiendo. Los mismos que mortifican la de los lectores que conocen su historia.
“Sin la memoria no somos nada, no somos humanos, no podemos sentir”, asegura Elena Foster. A veces, la memoria no es sino una tortura mil veces peor que la más cruel de las ejercidas por los seguidores del Daesh. Pero, en cualquier caso, necesaria. Solo con ella, solo con tipos como Samer, sabemos quiénes podemos llegar a ser, héroes mayores, o cuáles son las coordenadas exactas del infierno.