El fotógrafo de la agencia Magnum, Antoine d'Agata, asegura que lo peor para el ser humano es “el confort”. El marsellés no ha tenido mucho de eso, siempre anduvo huyendo de las comodidades y acercándose, a menudo demasiado según cualquier análisis racional, a los abismos. Una parte de éstos y otra de su universo maltratado se pueden contemplar en el Círculo de Bellas Artes madrileño. Al terminar la visita, resulta fácil coincidir con él en que “el infierno soy yo”. O sea, él.
Cuando uno resulta tan extraordinariamente nefasto para sí mismo lo mejor –o la única opción posible, a veces-, puede ser destruirse. Eso hizo otro gran intelectual atormentado, David Carr, el ilustre periodista de The New York Times que sucumbió a sus adicciones a las drogas, y después a su propio talento. Tuvo tanto de lo segundo como tomó de las primeras, y acabó desvaneciéndose para siempre en la redacción de su periódico una mala tarde de hace dos años. Carr vivió al máximo, pero no mucho. Solo cumplió 58 años.
Ser original y además extraer de la vida todas sus posibilidades son dos excelentes disposiciones que todos debiéramos ensayar. Pero como en los casos anteriores, igual que en otros muchos, el plan no siempre sale bien. En ocasiones, la ambición –o la necesidad- de lograr un poco más, de llegar solo unos pasos más allá y ver qué hay, siempre sin red, se convierte en una opción demasiado temeraria; con frecuencia, resulta ser la última de las decisiones que se toman.
Sin embargo, si uno se queda cerca pero no coge ese último atajo, o no lo hace demasiadas veces, entonces todo va bien. O, al menos, se puede alargar la biografía suficientemente. Como Ray Davies, el líder de The Kinks, quien flirteó como pocos lo han hecho con los excesos. Y salió victorioso.
El creador de Lola resucitó tras una sobredosis después de un concierto, sobrevivió a que le dispararan y le destrozaran sus mejores pantalones –unos marrones de pana, precisó-, e incluso superó un intento de suicidio. Pero a pesar de su turbulenta relación con su hermano –co-líder en The Kinks- y su no menos tormentosa relación con las mujeres, entre ellas Chrissie Hynde, Davies logró otear el final y gatear después hacia fuera de la iniciativa de tirarse al vacío. Posiblemente, solo un segundo antes de hacerlo. Sin embargo, su retirada resultó demasiado tardía: su organismo y su mente ya habían sufrido mucho.
Los límites resultan engañosos, y a menudo se mueven de un lugar a otro. No es fácil perseverar en la búsqueda de la máxima felicidad y detenerte siempre a tiempo, como si fuera una partida de las siete y media, plantándote cuando sabes que vas a ganar, en el preciso instante anterior a que vueles por los aires, sin posibilidad alguna de redención.
Vivir puede ser una actividad muy divertida, y a menudo infravalorada. Claro que lo es mucho más si uno expande su libertad hasta dar con la de los demás, si eleva sus expectativas por encima de lo previsible, si permite un cierto nivel de riesgo vital.
Probablemente, los nuevos hyggies daneses no estén del todo de acuerdo. Su secreto tiene más que ver con la estabilidad y el amor que con el amor y el riesgo. Demasiado escandinavo, este concepto, el hygge, para los ciudadanos del Mediterráneo.
Mi hija de 12 años nació muy lejos de ese mar pero, tal vez sometida a sus bondades, afirma que “la vida mola”. Seguramente, un padre no puede oir nada mejor. Las tres hijas de Carr quizá le dijeron lo mismo a su padre; las cuatro de D'Agata quizá sigan haciéndolo. Seguir vivo y escuchar semejante aseveración no es, desde luego, un privilegio cualquiera. La vida mola.