Hace tiempo que Carles Puigdemont se comporta como un monomaníaco. Con retazos de las crónicas publicadas esta semana sobre la guerra civil que vive el PDeCat podemos componer todo el cuadro sintomatológico. Puigdemont ha abandonado la gestión del día a día, ya sólo se ocupa de la secesión y alterna largas ausencias con episodios de ira, como el que sucedió a la destitución del consejero Baiget. “Se ha vuelto loco”, exclamaban, según ha relatado Toni Bolaño en La Razón, los que escucharon los gritos que profería en el Palau de la Generalitat tras decapitar a su subordinado.
Los convergentes que pagaron alguna factura extra -la más elevada, la del ridículo, la pagaron todos- por embarcarse en el referéndum del 9-N le acusan de haberles abandonado y de estar secuestrado por la CUP, delirante partido de marginales con un protagonismo inaudito en la actual vida pública catalana. La deriva del nacionalismo burgués ya es motivo de chiste. Algunos maliciosos dicen que el partido debería haberse rebautizado como Cupvergencia y no como PDeCat.
Cuatro diputados, cuatro de la CUP, ocuparon la escena durante la presentación en el auditorio del Parlament del artefacto transitorio, en estricta igualdad numérica con los cuatro que Junts Pel Sí puso bajo los focos. Para ningún partido ha sido tan rentable el kilo de diputado como para el que más desprecia la democracia representativa.
Puigdemont quiere fundar una nación cuando es incapaz de gobernar una comunidad. Su independencia de España se construye sobre la dependencia de la CUP y lo que esto pone a prueba es si el nacionalismo burgués de Cataluña es más nacionalista o más burgués.
Como el arte nos ha enseñado no hay nada tan degradante como una obsesión. Lo vimos en El Ángel Azul de Von Sternberg en aquel pobre catedrático que termina cacareando como una gallina enloquecido por una cabaretera. O en la compañía Glanton que en el Meridiano de Sangre de Cormac McCarthy acaba transformada en una banda infame de bandidos mientras trata de limpiar de indios la frontera de Estados Unidos. O en Moby Dick, claro, el retrato más célebre que la literatura ha hecho de la obsesión. Hay una escena inolvidable, cuando Starbucks descubre en la mirada del capitán Ahab el brillo de la pasión descontrolada. Ahab responde a sus objeciones encañonándole con un fusil. El monomaníaco no admite disidencias.
Carles Puigdemont no tiene el carisma del Capitán Ahab, ni del juez Holden de Meridiano de Sangre. A ellos sólo le une la obsesión y la pulsión suicida. Su descenso moral y estético se parece más al del profesor Imanuel Rath que cacarea en la taberna ilegal de El Ángel Azul.
Y con él, una parte considerable de la ciudadanía catalana que está dispuesta a dejar de ser ciudadanía porque se ha dejado seducir por una abstracción cuya primera consecuencia sería convertir al ciudadano en súbdito. Tal es el espíritu de esa Ley de Transitoriedad que impondría un régimen de excepción para Cataluña con una notable limitación de derechos y la supresión de cualquier garantía democrática.
Un ciudadano digno de tal nombre se siente agredido cuando usurpan su representatividad y presentan en un teatro un bando que pretenden hacer pasar por ley. Pero en Cataluña hay hoy demasiados ciudadanos con vocación de súbditos y ese quizás sea el verdadero desafío al Estado y la consecuencia última de la degradación que inevitablemente produce la obsesión.