La primera manifestación marca, o al menos eso se dice. Pablo Iglesias explicaba en 2014 que su primera experiencia de socialización política, siendo todavía un crío, fueron las manifestaciones del “no” en el referéndum de la OTAN; según él, “la última vez que en este país la izquierda pensó que podía ganar”. Esta experiencia le habría generado un odio a la derrota que, con el paso de los años, se habría transformado en la aspiración de Podemos de conseguir la victoria, de ser mayoría.
Miguel Ángel Blanco fue mi primera manifestación. Yo tenía diez años, y mi madre me llevó a una de las concentraciones que surgieron en toda España para denunciar su secuestro y posterior asesinato. Lo cierto es que no recuerdo en qué lugar de Madrid fue, ni si se corearon consignas, ni si aquello fue antes de que lo asesinaran, o después.
Sí sé que iba sin ninguna sensación de implicación personal; por entonces aún creía que el señor que venía por las mañanas a recoger a mi padre era, sencillamente, un chófer. Y recuerdo que hacía sol, y que mi madre me echó crema en el cuello, y que durante unos minutos tuvimos las manos en alto, en silencio.
Recuerdo ese silencio.
Miguel Ángel Blanco nos parecía un adulto. Los telediarios lo describían como un joven, y por supuesto que así era. Pero para nuestra mirada infantil era alguien que evidentemente había pegado ya el estirón, y que incluso aparecía en algunas de las fotos con una sombra de barba. Es decir, un adulto.
Hoy muchos somos mayores de lo que era él cuando lo mataron, y esto nos permite asomarnos a aquel episodio con nuevos ojos. Miguel Ángel Blanco ya no es solamente lo que sucedió en algún lugar de España y que conmovía a nuestros padres, y a nosotros por cercanía o empatía. Ahora también es la posibilidad de que todos los planes que hemos hecho para el resto de nuestra vida, todos los propósitos de cambiar de trabajo, hacer viajes, tener hijos, escribir libros, fuesen borrados con una goma. No; con una pistola.
Las generaciones no son bloques homogéneos, y todos los que por entonces teníamos ocho, nueve, diez años guardaremos un recuerdo distinto de aquel julio del 97. Pero no creo haber sido el único al que el asesinato de Miguel Ángel Blanco indicó algunas cosas acerca del mundo en el que habíamos nacido, y del país donde nos íbamos a hacer mayores. Es la otra cara de la estupenda recuperación que se está realizando durante estos días de los escritos, las imágenes y los testimonios de los protagonistas de aquel entonces.
En mi caso recuerdo dos intuiciones, una más general y otra más inmediata. La primera fue que el mal existe, pero que no es sofisticado ni mefistofélico como los villanos de las películas que habíamos visto hasta entonces. El mal no era Darth Vader ni Yafar. El mal se reveló más bien como el negro cruce de caminos entre la estupidez, la cobardía y la crueldad.
La otra intuición fue que la democracia española no tenía desafíos más urgentes que estos:
1. Obligar a ETA a que dejara de asesinar.
2. Vencer el círculo de silencio, complicidad, cinismo y blanqueamiento discursivo que crecía como un moho alrededor de la violencia etarra.
Veinte años después, se ha conseguido lo primero y aún estamos lejos de lo segundo. Algo se ha hecho muy bien, y algo se sigue haciendo muy, muy mal.