Asegurar una y otra vez, en tono campanudo, que algo va a suceder, es un alarde al alcance de cualquiera. Conseguirlo ya es otra cosa. Y arrostrar los peajes que demanda el empeño, la piedra de toque donde quedan acreditados, o no, la seriedad y el compromiso de quien así anuncia, promete o amenaza.
Esta semana ha quedado al descubierto la frivolidad extrema de alguno que hasta ahora exhortaba a sus conciudadanos catalanes a sumarse a una aventura redentora y supuestamente condenada al éxito. Cuando ha llegado el momento de retratarse y arriesgarse a asumir los costes eventuales de echarla a rodar, la voluntad ha flaqueado y se ha desencadenado un cómico juego de la pajita más corta para ver quién se comía el marrón. Más de un abogado de Barcelona ha tenido que ilustrar a sus cuitados clientes, presuntos próceres de la independencia inexorable, sobre las responsabilidades pecuniarias que podrían afrontar en el caso de que el proceso emancipador se despeñase y un pérfido juez español les pasara la factura de los gastos en que hubiera incurrido la Generalitat en el camino hacia el precipicio. Los anima, salta a la vista, una fe inquebrantable en la victoria.
La crisis así abierta en el ejecutivo independentista, tan manifiesta y aparatosa que no sólo nadie ha osado negarla, sino que ha desembocado en una remodelación del gabinete, es la primera señal de alarma sobre la verosimilitud de un relato que hasta ahora mismo ha galvanizado a muchas personas. Cabe preguntarse qué sentirán muchas de ellas, con toda su fe, y toda su esperanza invertidas en el empeño de desgajarse de España, al ver cómo quienes los guiaban y espoleaban siguen teniendo tan presentes, a la hora de exponer su hacienda particular, las leyes españolas y las consecuencias que de su incumplimiento se derivan. Y cabe preguntarse, también, cómo se hace para enardecer a la gente, a tus conciudadanos, sobre una convicción tan exigua acerca del desenlace que se proclama inevitable.
La respuesta del president, a través del cambio de consellers, parece orientada a reparar el bochorno, a tapar el pánico desatado por la vía de agua abierta en el Titanic independentista con una orquesta de incondicionales que toquen con entrega y hasta el final la melodía de la tierra prometida. Le honra esa perseverancia, aunque quizá le honraría más firmar de una vez algún papel en el que quede plasmada la voluntad real de hacer eso que ya ha preanunciado de quinientas maneras, con pompa y sin ella, bajo los focos del escenario y entre bambalinas.
Llegó la hora de la verdad. Y si no se le ocurre nada más, que parece que no, toca empezar a pagar el precio de engolosinar a tantas personas con lo que no se es capaz de traerles.