"Todas estas cosas te daré, Jordi, si te postras ante mí y me adoras". Y el desviado catecúmeno se postró en la cumbre del Pedraforca, y devino catequista. La herejía que luego concibió, difundió e impuso suele analizarse como ideología. Es lógico; su construcción no distaba en exceso de otros nacionalismos supremacistas de raíz romántica. Fundir Cristo y Cataluña cuando los jipis y el amor libre podría parecer una operación anacrónica y condenada al fracaso. Pero resultó ser un negocio formidable que acabaría permitiendo al heresiarca, su familia, amigos y favorecidos lucrarse con cualquier negocio de peso que se desarrollara en Cataluña.
No nos detendremos en lo que el lector instruido ya conoce: el heresiarca consideraba a los andaluces una colección de cuerpos sin alma, perfectamente válidos para corporeizar todas esas almas sin cuerpo que corrían ansiosas por Cataluña en bosques de cuento y en valles legendarios. Resumiendo: un hombre práctico como el heresiarca, lejos de ver un problema en la llegada masiva de gentes del sur de España en distintas oleadas, vio la forma de corregir una anomalía tozuda y desagradable ya detectada y descrita en el siglo XIX: el implacable retroceso demográfico.
Por mucho que el heresiarca se hubiera formado en el colegio alemán de Barcelona a principios de los cuarenta, levantando el bracito varías veces al día, era muy consciente de la inviabilidad de cualquier doctrina racial. Listo y leído, siempre tuvo en mente el mapa de la moral social, aún careciendo él mismo de moral alguna.
Llama la atención la visita del heresiarca, acompañado de su esposa, al Papa Juan Pablo II en el Monasterio de Montserrat, lugar sagrado de la herejía. Jordi, como consta, es poco dado a las fabulaciones, pero la esposa esperaba quizá que Montserrat operara como un campo electromagnético místico e inclinara al Pontífice —¡un poeta y dramaturgo que había abatido al comunismo!— a ofrecer su calor a una doctrina diseñada para simplicísimos cobardes pequeño burgueses. Naturalmente, Juan Pablo no tragó. Cuando la pareja descendía a pie, sus figuras avejentadas contra el escenario onírico del macizo, ella rompió a llorar y dijo: "Creo que este Papa no nos quiere".
Esa era la clave. Los cristianos podemos llegar a preguntamos si queremos al Papa. Yo, por ejemplo, al actual lo quiero poco tirando a nada. Pero no nos preguntamos si el Papa nos quiere. La esposa del heresiarca se haría llamar "madre superiora" en los mensajes para mover dinero negro. A los millones les llamaría "misales". Su lamento tras la visita al Papa es, de algún modo, una cruz invertida.