Los nativos contuvieron a las bestias salvajes o las acostumbraron de algún modo a respetar la raya. Tenían sus momentos de regocijo: poseían el ritmo desde siempre y un día feliz intentaron el canto. Domesticaron lobos, arrompieron la tierra, acumularon grano, se inventaron signos que les ahorraban tiempo y que les sosegaban: primero, porque otorgaban a sus contados conocedores el poder de saber al instante, y de manera exacta, lo almacenado; luego, porque algunos placeres, y aun ciertos dioses y diosas, habían permanecido escondidos en los signos desde mucho antes de que estos existieran. Por eso lo escrito se consideró eterno.
Los ciclos fueron tejiendo, en fin, un universo comprensible y estanco, con sus rutinas, danzas, exequias y alumbramientos. En un atardecer primaveral, un muchacho se demoró a contemplar desde lo alto de un peñasco el lento avance de la sombra sobre los cuellos volcánicos. Cubriendo un larguísimo trecho, descendió hasta las temidas arenas blancas –que jamás habían sido holladas– y acabó subyugado por la luz final que salpicaba el océano.
La comunidad no era ajena a las explosiones de locura. Lo cierto es que se había llegado a profesar un respeto reverencial por los idos, exentos de toda tarea en atención a sus singularidades, ya concernieran a la permanente agitación o a la quietud interminable. Pero hasta entonces ningún no exento había descuidado la labranza, y mucho menos los estrictos rituales amatorios, para permanecer inmóvil y silente con la mirada perdida en el horizonte.
Los contagios, escasos al principio, se fueron multiplicando al comprobar los varones que era posible pisar las arenas blancas sin convertirse en piedra. Prendió una tórpida indolencia; que algunos llamaron “el estado”, otros “el cansancio” y otros “la llamada”. La deserción paulatina y el subsiguiente desorden precipitaron el abandono de los campos. Paradójicamente, los más temerosos cruzaban en su desesperación la raya de las bestias. De noche, cuando los seguidores del primer desertor pugnaban por retener los colores del ocaso, menudeaban los fuegos.
Por ver de conservar el mundo, y pensando en su prole, las mujeres se aferraron a algunos hábitos elementales. Sin embargo, los hombres frustraron su anhelo arrojándose al mar y adentrándose con determinación en las aguas infinitas para no volver atrás. Braceaban en pos del disco naranja cuya cíclica atenuación les fascinaba, cuya diaria desaparición deploraban. No quedó nadie para fecundarlas. La última hembra grabó un círculo en la roca más extrema de Poniente, clausurando el universo e inaugurando el arte y la melancolía, ya inútiles.