Se había puesto el tiempo enlagunado en estas medianías de agosto. Había un estado estival, moral, como de catalepsia. No hacía exactamente calor, sino más bien resol en el campo plano, sin ninguna brizna que se moviera. Esa mudez, esa calma chicha que no presagia nada bueno. No pasaba nada, si acaso el silencio forestal de Rajoy por los caminos y los incendios de rigor. Las serpientes de verano y la vida de agosto, con la combustión incontrolada de los rastrojos, el viaje real por Mallorca, y el tópico de las carreteras que van y vienen a torrarse a Benidorm. Se contaba la España que iba y la que volvía de vacaciones, iban corriendo toros por las Españas, y en cada pueblo una romería le ponía un novillo a la Virgen de Agosto. Éramos un país habituado a la tragedia desde que tengo memoria, un país ahora descosido por la periferia, pero incluso teníamos un motivo para sonreír al verano de 2017. Barruntábamos que convivíamos con el mal en el mismo bloque, con ese joven que no le veíamos la cara y lo sospechábamos en redes de radicalismo, pero en este bendito país tantos años de plomo nos habían acabado habituando a una sirena que ulula, a demasiados inocentes a los que lloramos. Y a salir a nuestras labores sin miedo.
Era jueves y era Barcelona. Y de repente la televisión en el bar del mus, en mi pequeño pueblo castellano, se fundió a miedo, el teléfono al rojo vivo, y esa confusión con prudencia que sabemos que anuncia lo peor. Se nos vinieron a por Occidente, atacaron lo que fuimos y lo que seremos, a esa gente buena, libre, que camina por los bulevares.
Al Califato del Horror le sale muy barato atacarnos con la muerte y la jindama, pero quizá olvidan la bravura del pueblo español tras tantos años de mártires. Ahora escribo, con el televisor en silencio, en el minuto de silencio en Plaça de Catalunya y me acuerdo de Ermua. Veo en la mañana de viernes el esbozo lampiño de Albert Rivera, con los rasgos del insomnio y del dolor, prematuramente envejecido. Durante toda esta semana he estado dándole vueltas a Machado y ese delirio de descabalgarlo. Machado fue el poeta cívico, y precisamente se ha ido contra la ciudad, contra la civilización. Me resuenan versos suyos, muchos. Los ciudadanos que a su trabajo acudían, que con su dinero pagaban. Y el duelo de labores y esperanza. Y la esperanza está en eso: en creernos Occidente hasta la última gota del alma.