Por si alguna vez, en estos años recientes, nos habíamos preguntado cómo habría sido el 11-M si hubieran existido entonces las redes sociales, la experiencia de estos días quizás nos ayude a imaginarlo. Las conclusiones son poco relevantes. El luto se mezcla con el odio, la noticia con el bulo y lo único permanente es una ininterrumpida lección de periodismo a los profesionales que están trabajando y que alimentan la conversación con sus informaciones. Este fin de curso el festival se celebró en un Caprabo donde un tipo retiró de los estantes aquellos periódicos cuyas portadas no le gustaban y se cerró con decenas de periodistas aplaudiendo la censura.
El valor de un mensaje ha terminado por ser su atractivo y como lo razonable no suele ser ni original ni rotundo acabamos anegados de ocurrencias. Hay otra consecuencia dañina para la convivencia, que es la sobreexposición de lo político. Antes un político tenía limitada su actividad pública. No podía tener durante las 24 horas a un periodista al lado que transcribiera su palabras y las reprodujera en su medio. Ahora la política jamás descansa. Cada acontecimiento demanda su opinión y cada opinión encuentra inmediata difusión y si es polémica desencadena cientos de respuestas y se reproduce en otros medios y termina por desplazar la atención hacia lo político, que es precisamente lo que todos convenimos que es indeseable tras un atentado terrorista.
Es el modelo que con tanto éxito han aplicado las televisiones, donde tuiteros, periodistas y políticos se dedican a la explotación del conflicto, que es un negocio próspero porque no exige una gran inversión. La politización era esto, una metástasis del enfrentamiento político que pretender convertir a cada ciudadano en militante.
Los periódicos son más necesarios que nunca porque en los tiempos del caos y el conflicto alguien tiene que dedicarse a la anacrónica tarea del orden. Es una labor que siempre exigió una notable capacidad de abstracción. Una sordera selectiva, más bien. Ahora más que nunca.
Tras cualquier tragedia abunda el fariseísmo. No hay mayor homenaje a las víctimas que contar con exactitud y precisión lo que les hicieron. Contar cómo trabaja el mal, que lo hace sin descanso y que hay veces que logra destrozarnos. Eso es el periodismo y nadie dijo que el resultado fuera agradable.