El yihadista Younes Abouyaaqoub decía que había descubierto la Verdad. Eso le contó a un amigo suyo, ficticiamente llamado Mohamed, según relata para El Mundo desde Fez, Lucas de la Cal.
Greg F. también creyó encontrarla cuando dejó de tomar ácido y otros cócteles de drogas y, zambulléndose en las teorías del swami Bhaktivedanta y su Sociedad Internacional para la Conciencia de Krishna, se atiborró de exaltación religiosa. Eso lo cuenta el neurólogo Oliver Sacks en su delicioso "Un antropólogo en Marte".
No tan sorprendentemente, quizá, las drogas duras y el fanatismo en la religión pueden hacer lo mismo. Al menos, el abuso en el consumo de ambas puede conducir al mismo sitio, uno extraño y ajeno al mundo real en el que algunos, víctimas de su sometimiento a la química, o de su adoctrinamiento supuestamente espiritual, acaben por justificar actuaciones inexcusables. O, peor, prefieran ejecutarlas directamente, creyendo que han encontrado la luz y que los demás -ciegos de razón- necesitan que ellos, con sus siniestras acciones, la exhiban.
Cuenta Sacks que los Hare Krishna adoraban a Greg y admiraban su semblante pacífico, hasta el punto de que lo consideraban un iluminado porque "la luz interior estaba creciendo dentro de él". Lo que realmente crecía era la ignorancia de sus compañeros y un tumor benigno que, por no tratarlo, le devoró el cerebro hasta dejarlo amnésico e inútil.
Los yihadistas tienen el suyo corrompido también; no es el ácido, sino la iluminación que creen haber alcanzado la que maltrata su entendimiento y provoca actitudes fanáticas y procedimientos terroristas.
Erradicar conductas como las suyas, esas que no solo no respetan al dios venerado por los demás, sino que lo detestan y maldicen, pretendiendo exterminar a quienes lo adoran, no va a resultar una tarea sencilla. Los bolardos que hasta Ada Colau ya está de acuerdo en colocar en lugares estratégicos de Barcelona y en las demás ciudades españolas no van a ser suficientes.
Hace falta un esfuerzo profundo y constante en cuanto a la vigilancia sobre la radicalización de todos aquellos en tierra española susceptibles de volverse soldados del califato y, simultáneamente, no restringir energías en cuanto a evitar la estigmatización de otros muchos que no tienen nada que ver con la cruel batalla que se han inventado de los islamistas. Eso es lo que los hace tan peligrosos. El Daesh es bueno aterrorizando a sus enemigos y también manipulando a sus seguidores, a quienes convierte en las marionetas que permiten que continúen los atentados.
"Vivimos en el momento de mayor información de la historia, pero seguimos sin conocer la verdad de las cosas", afirma el actor y editor Viggo Mortensen. Más información no siempre significa más claridad. En manos de quienes logran manipularla con acierto, solo genera una perversa y terrible confusión.
En medio del caos informativo -¿de verdad la policía belga advirtió a los Mossos sobre el imán y de verdad no se hizo nada, o al menos no lo suficiente?-, a una semana ya de las horas más trágicas en muchos años que se han registrado en España, hay que seguir viviendo. Con la tristeza y con la enseñanza, y sin el odio.
Y tal vez, como ha hecho Salman Rushdie después de que las autoridades iraníes dictaran una fatwa contra él, con un universo de extrema prevención alrededor. El autor británico de origen indio hizo de su vida una en continuo movimiento, y sobrevivió a once años de persecución. Pero no le resultó sencillo.
A España tampoco le va a resultar fácil; el Daesh ya amenaza en castellano con nuevos atentados y, desafortunadamente, resulta demasiado sencillo atentar, sobre todo si quienes lo hacen no precisan, ni quizá tampoco deseen, seguir viviendo en este mundo. Su disparatada verdad se la ofrecen al otro lado.