Hace cinco años, el domingo 25 de noviembre de 2012, día de elecciones autonómicas en Cataluña, el órdago independentista todavía parecía sólo eso. Un órdago. Y un órdago más cercano al viejo proyecto de la Lliga Regionalista que al independentismo vasco de aldea, piedra y boina.
La Lliga Regionalista, uno de los experimentos más interesantes de la política española de los últimos cien años, fue un partido de derechas catalán, antiobrerista y de orden creado por burgueses, empresarios y dirigentes del cierre de cajas (lo más parecido al Motín del té que hemos tenido jamás en este país). La Lliga defendía la autonomía catalana dentro de una España indisoluble y veía a Cataluña como una fuerza modernizadora capaz de forzar la renovación de las viejas estructuras políticas españolas jugando con inteligencia la carta de la tensión centrífuga. Eso era CiU en su origen antes de perder la cabeza. Un partido de derechas liberal, relajado en lo moral y de clase media, en oposición a la derecha rentista y extractiva castellana parasitada por una elite de banqueros y grandes empresarios amamantados por el Estado.
Pero la historia se escribe con renglones torcidos. Barcelona es ahora una ciudad provinciana en caída libre por la pendiente del involucionismo económico y cuyos comercios cierran a cal y canto los domingos y a las horas que le venga en gana a la beata autoridad competente. Madrid, en cambio, es una ciudad abierta a todas horas y que lleva años absorbiendo las industrias, y muy especialmente la cultural y la tecnológica, que Barcelona desprecia. Los banqueros y los empresarios parasitarios del sector energético e inmobiliario siguen ahí, pero el modelo alternativo, la miseria económica, educativa y cultural implantada por el PSOE en Andalucía, anda en proceso de bolivarización y nadie con dos dedos de frente es capaz de tomárselo en serio.
Yo pasé esa tarde, la del 25 de noviembre de 2012, en casa de unos amigos independentistas y rodeado de votantes de ERC, ICV-EUiA y la CUP. Me sorprendió la alegría de los presentes por la caída de CiU y la subida de todos los partidos catalanes de la izquierda regresiva. Yo jamás creí que el objetivo de CiU fuera la independencia real, pero en cualquier caso tenía claro que esa hipotética independencia nunca tendría lugar sin la complicidad de la burguesía barcelonesa. No contaba con las masas de charnegos a los que el PSC había adoctrinado en el nacionalismo y que ahora, completada su alienación, prefieren votar a ERC, Podemos o la CUP que al partido de sus padres.
El resto ya lo conocen. En el Parlament catalán puede verse hoy a los herederos ideológicos de Francesc Cambó, Enric Prat de la Riba o Lluís Domènech i Muntaner a las órdenes de un hatajo de imberbes mal vestidos y peor peinados cuya intervención más recordada en sede parlamentaria consistió en olerse el alerón con mueca de asco. Si sus mayores estuvieran vivos y vieran al partido de la burguesía catalana obedeciendo las órdenes de un puñado de adolescentes con menos días cotizados que Borja Thyssen, los corrían a gorrazos.
Visto lo visto sólo veo una salida inteligente y es un pacto Ribbentrop-Molotov a la catalana que, previo tributo de la cabeza de Puigdemont, aproveche lo que quede de aprovechable en el PDeCAT y restituya el orden natural en la comunidad: los comerciantes y los empresarios en el Parlament y sus hijos rebotando por las esquinas durante las fiestas de Gràcia. Hablo de cenas secretas en la mansión de algún empresario multimillonario, Florentino Pérez por ejemplo, entre Rajoy, Rivera y quien sea que quede con cerebro en el PSOE y el PDeCAT.
Pero para que eso ocurriera, Rajoy debería ser un animal político. Y no parece que le lleguen los galones a tanto. Su inoperancia nos llevará a un nuevo Front d’Esquerres, la versión catalana del Frente Popular, cien años después. En 1936 lo lideró ERC. Ahora también lo hará.