Se llama The Wrecking Club, está en Nueva York, en la 38, entre la octava y la novena. El sancta sanctorum del citado club es una habitación con paredes sólidas, parcialmente insonorizadas, donde si estás dispuesto a pagar por ello te puedes dar el gustazo de saciar tu rabia rompiendo todo lo que tengas al alcance de tu vista. Portátiles, pantallas de ordenadores, utensilios de cocina de todo tipo, muebles de casa y de oficina, electrodomésticos, televisiones de varios tamaños, teléfonos móviles y hasta los putos gnomos de jardín puedes hacer añicos y aplacar así la ira que te reconcome.
Yo entiendo esta sensación porque de vez en vez soy pasto de ella. Son momentos en los que se instala en mi estómago un gran nudo producto de la frustración, el desaliento, la rabia ante la injusticia o el simple capricho y hasta la pena más profunda, casi exterminadora; momentos en los que no me gusta lo que veo y desearía tener a mi disposición una vajilla de la Cartuja de Sevilla para dejarla convertida en polvo y lograr así que pasen cuanto antes estos minutos de angustia que me ahogan.
Por las imágenes de Google puedo ver que este club de la destrucción instalado en Manhattan parece fruto de la fusión entre un viejo antro punk neoyorkino, lleno de pintadas y grafitis, y una sala de interrogatorios de la antigua KGB, ubicada en los legendarios sótanos de la Lubianka moscovita. Las paredes son de cemento armado y lo silencian todo: la música salvaje y estridente, los gritos de los que no quieren hablar y la rabia de los destructores, que tras aliviarse durante 30 minutos pasan por caja y pagan según lo que destruyan, con descuentos para los que dan sus primeros martillazos.
Se puede elegir entre varios paquetes. El más utilizado y básico te sale por 30$. Si quiere añadir más chicha a la carnicería lo puede hacer a razón de 20 dólares por cada caja de platos –35 si son dos– 15 por los ordenadores portátiles, 20 por los monitores, 5 por los móviles y 25 por las televisiones de gran tamaño; los gnomos te los regalan si añades varios extras. Dicen que te quedas como nuevo.
Cuenta The New York Times que los bates, palos y otros elementos que te dan en el Wrecking Club son sólidos, armas de destrucción masiva cuando se ponen en manos de aquél que tiene la imperiosa necesidad de arrancarse ese nudo de las entrañas. Que sus clientes van desde parejas que van allí para solucionar sus problemas a individuos que necesitan abrir la espita y explotar aunque sea estampando la pantalla del ordenador contra la pared de enfrente.
Cuenta también que no es el primer negocio de estas características, que en 2008 abrió en Dallas Anger Room y que el año pasado se puso la botas cuando cientos de clientes llegaron para golpear muñecos de Hillary Clinton y Donald Trump. (Ignoro a cuánto sale el zasca al político y se te hacen precio si sacudes a más de uno). Anger Room tiene ahora franquicias en Budapest, Singapur, Reino Unido y Australia.
Los últimos acontecimientos que estamos sufriendo por aquí nos deberían abocar a visitar con urgencia estas habitaciones de la ira. A mí, sin duda. Me desasosiega ver tanta gentuza manipulando a los muertos y a los vivos, ver tantos payasos de grandes y pequeñas pancartas de intenciones deleznables, canallas de países imaginarios y banderas más imaginarias todavía; tanta gentuza miserable jugando al trile con los sentimientos ajenos, incluso con aquellos que creen de buena fe en países imaginarios y en las banderas que los definen; tanta gentuza, por uno y otro lado –aunque en este caso mucho más por el otro que por el uno–, escarbando sin pudor en los bolsillos de los cadáveres para ver qué se puede rascar y qué se puede ganar.
Tamaña cobardía política, pero no sólo política, te lleva el estómago a la nausea y echas de menos tener una bate en la manos para deshacer esa horrible mesa camilla que te regaló tu familia política y no sabes que hacer con ella, o destrozar ese espantapájaros con la cara de Trump como el que ha colocado Michael Douglas en su finca de Mallorca. En la versión española de Wrecking Club o Anger Room –que tarde o temprano llegará– deberíamos tener esa mesa camilla, los espantapájaros, pero especialmente los caretos de nuestros políticos, nuestros queridos y lamentables políticos sin fondo ni forma, sin principios ni finales, para que nos podamos soltar, nos quitemos el mono y no olvidemos ni por un momento la chusma que nos rodea: grandes discursos, abundante estulticia y miserables realidades.
Pero es lo que hay. Y hay que aguantar. Morderse los adentros pero no la lengua, aunque resulte contraproducente, y continuar adelante; continuar siendo como se es y ver hasta donde nos lleva, soltando lastre e indignación para no rendirnos. La semana próxima estaré en Nueva York y me pienso pasar por la 38. Arrastro demasiada ira acumulada y quiero contribuir con mi presencia a que funcione este negocio que, como titulaba el Times, “se alimenta de la rabia”.
Además les diré que aquí, en esta España nuestra, hay futuro, mucho futuro, para los reductos de rabia e ira donde poder darse rienda suelta. Falta nos hace.