Nos encontramos en un momento desagradable, pero de una profunda comprensión. La situación es sucia, pero la suciedad la vemos limpiamente. Es una suciedad de una notable nitidez.
Si de algo ha servido la pasividad del presidente Rajoy con los independentistas catalanes (una pasividad que –por mucho que se ajuste a su carácter– ha tenido más de impotencia que de paciencia), ha sido para que podamos verlos en su integridad: cocidos en su propia salsa, sin intermediación. El esquema ha sido el del adolescente que está pidiendo a gritos que el padre le pare los pies; esas prevenciones contra “los tanques” que nunca llegaban eran secretamente una invocación. Pero el desvanecimiento de la autoridad los ha dejado abandonados a sí mismos: de este modo, han expresado y exhibido su calaña hasta las heces, mostrando el tipo de bicharracos que son.
Uno se propone ser civilizado y hasta moderar el tono, por si contribuyera en algo. Pero se enciende ante tanta basura. Y ante el hecho de que toda esta agresividad gratuita, innecesaria, impresentable y soez la están ejerciendo contra un Estado democrático, contra los ciudadanos españoles y contra la mitad como mínimo de sus conciudadanos catalanes. La patología es que disfrazan la agresión de victimismo, en un juego sórdido que es para vomitar.
A la pregunta de ¿qué se ha hecho mal?, uno está tentado de decir: ¡todo! Porque lo que se ha hecho mal ha sido permitírselo todo durante cuarenta años. Lo que hemos hecho mal ha sido lo que no hemos hecho.
Estábamos, en realidad, vendidos. Franco dejó inservible el patriotismo español. Hacía falta una purga, una cuarentena. Todavía a mí, que tenía nueve años cuando el dictador murió, me da reparo coger una bandera española; y de hecho, no la he cogido nunca. Pero esta reticencia (mía y de todos) que, en la práctica, se tradujo en décadas españolas de una incomparable relajación patriótica –que va camino de ser ya nuestro gran tesoro biográfico–, fue aprovechada por los que sí esgrimían una “patria” incontaminada de franquismo: los nacionalistas. De este modo quedaron impunes para ir desarrollando sin obstáculos su propia modalidad de franquismo...
Con frecuencia me acuerdo del verso de Rimbaud: “Por delicadeza perdí mi vida”. La delicada España de la Transición –delicada, sí, digan lo que digan– se va a ir al garete justo por su delicadeza. Seremos los sudistas de nuestro propio país; pero esta vez la derrota será bella, porque será la de los buenos: la de los que estaban contra la esclavitud. Rosa Parks en el autobús de Garganté.