* [El autor reproduce las primeras líneas de un enigmático manuscrito que un desconocido le hizo llegar a principios de agosto]
Fue por pura cobardía que el tal Cosme no se presentó en el vestíbulo del cine Novedades, allá en la calle Caspe, la noche en que los sicarios de Sánchez se llevaron a su hermana. Eso fue en el noventa y uno, y tuvieron que pasar más de siete años para que un par de conocidos de la época me narraran la infamia, cómo la pobre gritaba su rabia contra el ausente sin prestar atención ni resistencia a sus captores.
Escupió hacia el lugar que consideró que él debía haber ocupado, lo maldijo una y otra vez desde el fondo de su corazón. Lo maldijo como sólo puede hacerlo una hermana, y luego seguramente lo despreciaría tanto que al menos durante los primeros días no habrá tenido tiempo de sentir otra cosa. Mejor para ella. Claro que a los que me lo contaron no los encontrarán en Barcelona; si fueron testigos es que también pudieron hacer algo por ayudar a la chica, que sólo tenía diecinueve años. Pero ya se habrán arrepentido.
Bien sabe Dios –y yo, modestamente, me imagino– que mi furia visitará aún sus pesadillas, y que tendrán todavía mi voz metida en los escalofríos. Les expliqué muy quedo al oído –y admito que para entonces con algo de compasión– lo que había, mientras sangraban como cerdos tumbados bajo el Arco del Triunfo. Justo debajo. No sé por qué, me apeteció llevarlos allí; yo tengo a veces estas cosas. Qué curioso, lo único que se les ocurría decir en su descargo es que había pasado mucho tiempo. Qué tendrá eso que ver.
El caso es que primero les había sacado por las buenas hasta el último detalle, delante de unas cañas y unas patatas bravas (porque a esos tipos se les entra con patatas bravas). Les había impresionado la reacción de la chica escupiendo a un espectro. Debió de haber algo especial en la escena, ya que ambos hacían hincapié en ese punto e incluso reproducían la mirada enajenada de ella. La comprendo, le juro que la comprendo: la puta cobardía, con todos sus disfraces, es también lo que yo más detesto, madre de tantas frustraciones y vergüenzas. A veces la llaman sentido común, incluso inteligencia.
No voy a negar que a mí, sin ir más lejos, una cierta prudencia me habría ahorrado algunos disgustos y jirones. Creo que sobre todo me habría ahorrado tiempo, si considera los tumbos y rodeos que he tenido que dar en la vida para enderezar los desatinos de mi sangre caliente. Pero qué le vamos a hacer; no me puedo quedar como una estatua cuando van mal dadas. No soy tan inteligente. Sin embargo soy muy tenaz y, tarde o temprano, acabo saliéndome con la mía. Así que si es verdad, como parece, que tiene usted indicios fiables de lo que puede haber sido de la muchacha, me pongo ahora mismo manos a la obra.
Tenga esto en cuenta: yo entonces la quería un poco, pero en estos años mi amor ha ido creciendo. Me la he figurado demacrada por la droga, prematuramente ajada y emputecida, o directamente muerta, y cuanto más he especulado más la he ido viendo como la mujer de mi vida. La prueba es que no he conseguido amar a otra, y me parece que eso significa algo. Así que sus amigos han acertado dirigiéndole a mí.
Con el tiempo he conseguido pensar en ella sin traer su nombre a la memoria, porque su nombre me dolía, pero usted me da nuevas esperanzas, y me voy a atrever a evocarla como Dios manda: Gloria, la infeliz Gloria, la malograda Gloria, la desaparecida Gloria. Gracias, amigo mío. Y no, no se preocupe, no hay problema de dinero.
Esta tarde cojo el puente aéreo y lo veo hacia las diez para cenar en el Café Gijón. Hoy no me acuesto sin haber visitado antes unas cuantas cafetas. No suelo trabajar, pero cuando lo hago no tengo descanso. El archivo adjunto contiene una foto de Gloria meses antes de su desaparición.