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—Ese pub de ahí a la derecha es del IRA.
—¿Todavía hoy?
—Todavía hoy. Controlan la venta de droga en los barrios obreros. ¿Ves a ese tipo que camina por ahí con un Nokia de mierda? Es un camello. La policía no puede rastrear los Nokia antiguos, así que cualquier tipo que veas por ahí hablando con un Nokia es un camello hablando con su cliente.
—¿Y qué tienen que ver con el IRA?
—Los camellos venden la heroína y luego van al pub y le pagan un porcentaje a los veteranos del IRA por el derecho a vender en el barrio. Con lo que les queda se compran un Samsung, que es el móvil con el que presumen delante de sus amigos. Pero su móvil de trabajo es un Nokia.
—Pensaba que ya no quedaban pubs del IRA.
—¡Joder, y tanto que quedan! En Belfast hay muchos. Y aun así, Belfast es peligroso para los irlandeses [del sur]. Si me meto por error en un barrio protestante es probable que tenga problemas.
—No suena bien…
—No te van a matar, pero es muy probable que te lleves unas cuantas hostias. Como poco, te tirarán el dinero a la cara si compras en una de sus tiendas. O te escupirán. Los británicos escupen mucho.
—Mejor no ir a Belfast, entonces.
—Bah, si hay que pegarse te pegas… ¡Mira! ¡En ese pub de ahí enfrente no dejaban entrar a las mujeres hasta hace unos años! ¡Qué paz, joder!
En Dublín, los mejores tours turísticos son los de los taxistas. Este en concreto, exmilitar, tenso como un tambor y con más tinta encima que la biblioteca del Trinity College, me llevaba de vuelta al aeropuerto después de cuatro días en la ciudad. Gracias a él me enteré de que las casas con árboles en el jardín delantero son de pijos protestantes y las que los tienen en el jardín trasero, de obreros católicos. De que para conseguir trabajo sólo tienes que mentir, fingir tu acento y decir que vives en una calle del sur de la ciudad. Y de que los ingleses escupen como llamas bolivianas.
Pero lo más chocante es la naturalidad con la que mi taxista hablaba de una violencia tan cotidiana que ni siquiera le merecía media mueca. Para ese taxista, que haya pubs controlados por antiguas bandas terroristas reconvertidas en mafias de la droga o que arriesgues la cara por meterte en según qué calles de Belfast no merece mayor aspaviento. Para mi taxista irlandés, la paz es que no dejen entrar a tu mujer en el pub porque mejor enfrentarte a un soldado del ejército británico que a ella.
Comparen lo anterior con la sociedad catalana. Una sociedad burguesa, de pequeños comerciantes, cuyos políticos ostentan las panzas más colosales de toda la Unión Europea y tan poco acostumbrada a la violencia que hasta se puede permitir el lujo de fantasear y coquetear con ella desde una prudente distancia. Como hizo el niño de dieciséis años que la semana pasada amenazó de muerte a Xavier García Albiol y que tuvo que pedir perdón a las pocas horas obligado por su padre. Una sociedad capaz de acusar de un atentado islamista al Rey, de las molestias que acarrea vivir en una ciudad de un millón y medio de habitantes a los turistas, y de la decadencia provocada por sus votos a partidos nacionalistas y populistas de izquierdas a los españoles. Una sociedad, en definitiva, infantilizada.
Es imposible que una sociedad así consiga jamás una independencia a cara de perro. Ni un solo independentista cambiaría su confortable letargo bajo el yugo del hipotético colonialismo español por la sucia vida obrera que describe el taxista irlandés, más libre según el baremo del independentismo pero cuya existencia es más miserable, más dura y más sórdida que la de cualquier niño pijo de la CUP. Una sociedad como la catalana podría, eso sí, haber inventado el reloj de cuco. O convertido Cataluña en un paraíso fiscal para los ricos españoles y haber vivido de ellos el resto de su vida. Lo que, por cierto, habría sido un movimiento político bastante más sofisticado que la patochada actual. Puestos a saltarse la ley, ¿por qué no las de Hacienda?
Pero hasta en eso se nos adelantaron los suizos. El cáncer de Cataluña es no haber sido jamás una sociedad lo suficientemente dura como para pelear por una independencia real y fueran cuales fueran las consecuencias, pero tampoco lo suficientemente inteligente como para renunciar a la epiquita del perdedor, la del desahuciado y la del miserable. La epiquita de los abrazos, la solidaridad y el welcome refugees. La de Colau, Junqueras, la CUP y el nacionalismo agro de derechas. Hasta en las fiestas de ricos más superficiales se considera de mal gusto presentarte disfrazado de palestino cuando tienes el yate atracado en el puerto deportivo más cercano.