Escribí hace poco que el gran tesoro biográfico de mi generación (la de los españoles nacidos en la década de 1960) iba a ser ya la gran relajación patriótica en que habíamos vivido. Hasta ahora, hasta hace unos años. Y salvo que fuésemos del País Vasco o Cataluña, donde la tensión patriótica del nacionalismo franquista fue sustituida por la tensión patriótica de sus nacionalismos respectivos. Pero fuera de ahí: ¡qué dulzura! ¡La dulzura de vivir sin una bandera atosigando!
La española estaba en los edificios oficiales, civil, quietecita. O moviéndose en los desfiles, dos o tres veces al año. O en alguna que otra manifestación, en las que se colaban fotógrafos para cazar aguiluchos (que solían ser escasos, si había; solo abundaban en grupúsculos nostálgicos). Aparecía en el fútbol, cuando jugaba la selección. En alguna carretera de la Vuelta o el Tour (y siempre en menor cantidad que, por ejemplo, la proetarra). Unos cuantos ciudadanos enfáticos o sentimentales la colgaban en su balcón, pero hasta que España ganó el Mundial en 2010 no más de una docena por cada millón de habitantes. Y prácticamente poco más.
La bandera más grande, la de la plaza de Colón de Madrid, no se puso hasta 2001, cuando mandaba el PP en el gobierno y en la alcaldía. Fue interpretada por muchos como el símbolo del nacionalismo español que volvía, o que nunca se había ido. Pero yo he pasado cientos de veces por allí y todas, cuando he ido con alguien, o hemos ignorado la bandera o hemos hecho un chistecillo. Esa es la relación que hemos tenido con los símbolos patrióticos los de mi generación: o ignorarlos o hacer chistecillos. Como ellos tampoco venían hacia nosotros ni nos imponían nada, la consecuencia era la que he dicho: relajación absoluta.
El correlato quizá fuese ingenuo: pensábamos que, al librarnos de la presión patriótica, nos habíamos librado del fastidioso tema de España. O, por decirlo de otro modo, de nuestra desastrosa historia. Sentíamos que, por un milagro, habíamos escapado del destino que hasta entonces había apresado al país. Leíamos las angustias de Quevedo (“Miré los muros de la patria mía...”), Jovellanos, Larra, Galdós, los autores de la generación del 98, Ortega y Gasset o Cernuda con emoción, pero como algo ya desaparecido. Había un corte entre nosotros y nuestros antepasados. Y habíamos tenido la fortuna de quedar en el lado bueno del corte.
La descomposición presente se ha venido gestando desde entonces. La culpa principal es de los dos grandes partidos, el PSOE y el PP, que han oscilado entre la inconsciencia y la irresponsabilidad. Y también, por supuesto, de los nacionalistas, que han conservado la cepa cancerígena del desastre español. Porque aquí estamos de nuevo: en el desastre español de siempre. No nos habíamos librado de él ni de coña. No había habido ningún corte con nuestros antepasados. El fastidioso tema de España regresa como una maldición.